viernes, 29 de abril de 2016

Una historia del lenguaje - Sobre la poética de Rita Gonzalez Hesaynes



Una historia del lenguaje
Sobre la poética de Rita Gonzalez Hesaynes


“En el principio era la acción”[1]


Introducción


Cuando la primigenia partícula se materializó en el tiempo –con causa impensable– y liberó una cascada de reacciones que pluralizaron al ser, nadie ni nada estaba allí –suponemos– para darle palabra. Conjeturamos, prisioneros de nuestra única y posible lógica de especie, que miles de millones de años se desplegaron sobre esas coordenadas hasta que el ser tuvo, finalmente, lenguaje. No fue sino con este enorme y nuevo misterio que pudo comenzar a inferir su propio nacimiento. Más aun, saberse existente. De allí que los antiguos griegos pensaran que el lenguaje es el lenguaje del ser. Diremos que la Historia –su dudosa explosión iniciática, su volátil polvo cósmico, la gemela hermandad de las galaxias, la formación de esferas planetarias, el planeta Tierra, con sus placas tectónicas, el desdoblamiento de sus continentes, el último antepasado común universal que habitó su suelo, el protobionte, los protozoos, los organismos invadidos por endosimbiosis, el Adán que creímos libre de intertextualidad, las guerras, la migración constante de familias acechadas por familias, las mitologías, las teologías, la filosofía y la ciencia, el veneno traidor de los reyes, el capital, los perros, el hemisferio que resiste y el que oprime, la conjetura por la que hablamos de un principio– es, entonces, la Historia del lenguaje.
El camino que pretendemos trazar hacia ese primitivo punto convergente, en el que fijamos el origen, sólo nos es posible por un suceso millones de años posterior: la palabra. La Historia no es más que la Historia del lenguaje que fue yuxtaponiéndose, reescribiéndose como en un palimpsesto, o como las palabras garabateadas sobre un vidrio empañado –unas sobre las otras–. ¡Oh mitocondria![2], escrito con la preciosa atemporalidad del arte, absolutamente exento de modas y tendencias, es una renovada pregunta sobre esta historia; pregunta que nos es posible pero cuya respuesta nos excede como especie.
 Con una lírica sorprendente y arrasadora, el libro de Rita Gonzalez Hesaynes condensa elementos elegíacos, épicos, idílicos y miméticos para proponer un escenario totalizador donde converja por un instante todo aquello que es, fue y será, subvirtiendo la operatoria progresiva del tiempo, permitiéndonos asir pasado, presente y futuro de todo lo que existe –y haciéndonos parte– en el transcurso revelador de un poema.
Así, en “Hidra”[3]:

“(…) cuando llueve se vislumbran anotaciones viejas / números telefónicos garabatos mellizos / trazos que imitan ojos y sus ácidos nombres / un universo poblado de serpientes / de epigramas de audaces logaritmos / de camaradas de armas y padres legendarios / hay que escribirlo todo / hay que tartamudear sobre los vidrios gruesos / hay que sobreescribir el universo / desde un ojo de buey o cápsula de oxígeno  / es necesario eliminar las transparencias / emprender el camino hacia el objeto / convertirse en pasantes que levantan la vista hacia las nubes / o inversamente abrazar la pecera con orgullo / proclamar la opacidad a todas voces / criptografiar con rabia / trazar líneas con las uñas los pelos los fieles incisivos / la hidra se desliza devorándolo todo / multiplicándose una y otra vez / la hidra que soy yo o acaso lo sensible / la hidra emperatriz que me atraviesa / destilando un veneno siemprevivo (…)”.


Poesía cuántica: la cuestión de fondo y una mirada desde Wittgenstein


Uno de los principios que arroja la física cuántica sostiene que ninguna partícula elemental constituye un fenómeno hasta su registro. De alguna manera, ese segundo momento en que ocurre la observación y el consecuente registro crea al fenómeno observado como existente. El observador y el fenómeno son parte intrínseca del mismo sistema. Ese juego de tiempos invertidos, en el que lo que ocurre después significa a lo acontecido primero, es el uso del lenguaje que realiza la voz poética de ¡Oh mitocondria! para significar a todo aquello que no tiene palabra o que incluso existió previo a su aparición. Al decirlo, lo crea. Es su modo de hurgar en lo no dicho de la especie y en lo no dicho del ser en su totalidad.
El poema “En el laboratorio” es un acabado ejemplo de este sistema cerrado de mutua observación donde el otro fenómeno no existe hasta que lo observo. La voz poética se inmiscuye en el pormenor invisible de un protozoo que observa al ojo desde el que es observado y esa imagen espejada es el gran salto poético: la hermandad con el paramecio, libre en el infinito espacio de la placa de Petri que lo encierra, sometidos ambos –mutuos observadores– a una extraña contemporaneidad:

“Dice el biólogo: / El microscopio me acerca al paramecio / las algas azulverdes / una comunidad entera de bacterias / que en la placa de Petro saludan a mi ojo / Dice el protozoo con su voz silenciosa: / Por el microscopio veo, pequeñísimo / un disco que se abre y que se cierra / que me contempla y acaso me comprenda / como un hermano separado al nacer / a quien reencuentro tantas eras después / tantas mitosis”[4]

Detrás de la poesía de la autora van reptando teorías filosóficas y científicas, como meros discursos descriptivos que quedan detrás, rezagados. Pienso, por caso, en el postulado de Wittgenstein de que los grandes problemas filosóficos son en verdad producto del mal uso del lenguaje. Pienso, también, en los procesos dialécticos hegelianos aplicados al devenir del universo. No es propósito de este comentario ahondar en dichos pensamientos pero sí detenerme en dos ideas que, en conjunto con el principio cuántico planteado al inicio, pueden dar cuenta del funcionamiento de la poética de ¡Oh mitocondria! Dicen: “Los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo”[5] y “Lo inefable (aquello que me parece misterioso y que no me atrevo a expresar) proporciona quizá el trasfondo sobre el cual adquiere significado lo que yo pudiera expresar”.
 Propongo, entonces, un arrebato de estas ideas del campo de la lógica y su aplicación al sistema poético de ¡Oh mitocondria!: verso tras verso, el yo lírico del libro nos muestra escenarios más vastos que se multiplican en incalculables raíces viajeras hacia pequeñas poblaciones subterráneas contenidas en ellos y, a la vez, hacia mundos más grandes que los contienen, en un ejercicio de repliegue y despliegue de la palabra que nos lleva de las narices a límites que no llegan nunca: los límites del lenguaje del yo lírico no existen, por lo tanto tampoco los límites de su mundo. ¿Cuál es el mundo que nos muestra este libro? El más amplio y maravilloso al que su propio lenguaje quiso acceder. Y eso es mucho.
Así, en “Los reinos subterráneos”:

“Es la mosca más grande de este mundo, exclamaste / Es un abejorro, contesté / quedándome más quieta que el cadáver del bicho / en medio del paraje polvoriento / Todo estaba cubierto de voraces hormigas / moviendo sus mandíbulas  monstruosas, sus patas formidables  / sus abdómenes dóciles al peso del trabajo / Ninguno de los dos quiso decirlo / pero habían ya acabado con el pueblo / Bajo el esqueleto irreversible / de las casas, criaturas y caminos / yacía una nueva Atlántida , sede de arquitecturas / intrincadas y una flora exultante, naturaleza viva / en la bóveda imperial del hormiguero /Muy pronto las hormigas se llevaron también el abejorro / y ese par de colillas que dejamos, a modo de rescate / por nuestros cuerpos que hierven aún contra los soles”

Lo que queda afuera –lo que excede a la palabra– también es mostrado, en silencio, para significar todo lo anterior. Aparece la sensación de que aquello que no se dice es una elección, no una imposibilidad.  De allí que produzca un sentimiento totalizador, de estar accediendo, con la lectura, a confines insospechables, a realidades que se superponen unas a las otras, como reescrituras que arman un texto definitivo, un palimpsesto universal.
En este sentido, encuentro relaciones con Los juegos peligrosos[6] de Olga Orozco. Ese permanente ir y venir entre mundos, la enumeración de imágenes perturbadoras, el largo aliento, un decir misterioso, la musicalidad, la sabiduría.
A la manera de los primeros versos de “La cartomancia”: “Oye ladrar los perros que indagan el linaje de las sombras / óyelos desgarrar la tela del presagio”. Ese tono de advertencia, de inminente aparición de algo inquietante los acerca.


  Poesía ontológica: la cuestión de la forma y el tema de la tradición occidental


Sostuve en la introducción que ¡Oh mitocondria! estaba escrito con la preciosa atemporalidad del arte. El yo lírico no parece dialogar con sus contemporáneos ni con las temáticas de moda. Tampoco pretende discutirlas. El tema de la contemporaneidad en este libro es un hecho de desborde: el yo lírico carece de contemporáneos en sentido estricto puesto que todas las generaciones de escritores lo son. No es menos contemporánea Safo que Goethe; ni más contemporáneo Blatt que Lorca, porque la naturaleza de la poética puesta en juego es de carácter ontológica: es una poética que se pregunta por el ser, es una poética que utiliza la expresión máxima que el lenguaje le ha dado al ser: preguntarse por sí mismo. Esa pregunta aparece como una presencia ominosa que inquieta cada verso.
No por eso es menos verdadero que el lirismo de la autora agita las aguas de cierta tendencia prosaica que aún persiste en la poesía actual y pone de manifiesto, por el peso irrefutable de la diferencia, toda una declaración de principios sobre el lenguaje poético y el verdadero hacer de la poesía.
Otro hecho de desborde del libro es su ensamble en la concepción más amplia del sentido de tradición. Ante la pregunta –ya inevitablemente borgeana[7]– por la tradición, ¡Oh mitocondria! responde con su universalidad. Las hebras de su tejido se expanden hacia multitudinarias direcciones para abarcar, al paso consistente de esa conquista, diversas expresiones del canon, que esperan –cada una en su lugar, con su modesta pólvora– un texto fundamental que las incluya.
Es esta deliberada desaparición de los límites espacio-temporales (por la magnitud de la pregunta y por la espectacularidad de la forma) la que provoca al lector esa sensación de estar enfrentándose a una totalidad. La prodigiosa industria de la poética de Rita Gonzalez Hesaynes consiste en desbordar al lenguaje de las tibias construcciones de un presente anecdótico y local y proponer, entonces, un salto hacia lo universal –quizá la más maravillosa cualidad del arte.
Sino observemos, por caso, esta definitiva declaración de amor:

“Yo conozco esa forma de apoyarse en el aire / de perderse entre los edificios / Nos hemos cruzado alternativamente / en sueños recurrentes, en comparaciones / Te reconocería debajo de los puentes / al filo de la lluvia, de la rabia, de los santos estigmas / Te reconocería en cada una de mis marcas / en cada ejemplar de mis cuervos de caza / Detrás de cada boca que toco o desdibujo tu tristeza me aguarda / detrás de los estantes polvorientos proliferan tus nombres / Estás encadenado a todas mis quimeras /  a todas las versiones de mi obsesión suprema / Como las especies migratorias / tu belleza proviene de países extraños / tu exobelleza meridiana / tu exosilencio que se duerme a mi costado / que despierta sujeto a mi pelo de medusa / Dentro de mí reside la sed de vislumbrarte / de resquebrajarte / de que seas símbolo y nada más que símbolo / A veces coincidís con mi cuerpo incendiario / con la pendulación de mis deseos / Tu escasez me conmueve / tu inmanencia / los vasos comunicantes que nos delimitan / el contemplarte en medio de tanto desamparo / y nuestra sombra única que revolotea en torno a los eclipses y sonríe”[8]


                                                                                            Facundo D'Onofrio.
  




[1] GOETHE, W., Fausto.
[2] GONZALEZ HESAYNES, R., ¡Oh mitocondria!, Añosluz editora, Buenos Aires, 2015.
[3] “Hidra” en  GONZALEZ HESAYNES, R., ¡Oh mitocondria!, Añosluz editora, Buenos Aires, 2015.
[4] “En el laboratorio”, en GONZALEZ HESAYNES, R., ¡Oh mitocondria!, Añosluz, Buenos Aires, 2015.
[5] El original: “Die grenzen meiner Sprache bedeuten die grenzen meiner Welt”, WITTGENSTEIN, L., Tractatus Logico-Philosophicus. Ver ALBANO, S., Wittgenstein y el lenguaje, Quadrata, Buenos Aires, 2006.
[6] OROZCO, O., Los juegos peligrosos, en Relámpagos de lo invisible,
[7] Ver, en este sentido BORGES, J. L., Discusión, “La supersticiosa ética del lector”; “El escritor argentino y la tradición”, Alianza, España, 1998 y BORGES, J. L., Otras inquisiciones, “Sobre los clásicos”, Emecé, 2005.
[8] “Las especies migratorias”, en GONZALEZ HESAYNES, R., ¡Oh mitocondria!, Añosluz, Buenos Aires, 2015.

jueves, 31 de marzo de 2016

La isla del poema - Sobre la poética de Aixa Rava


La isla del poema
Sobre la poética de Aixa Rava


“¿Recuerdas la estación, de noche, llena
de adioses últimos, de mal contenidos llantos
que la partida del tren atestaba?
Allá al fondo una trompeta tocaba
su adelante;
y tu corazón, tu corazón se congelaba”[1]


Introducción


Acaso la mítica primera vez en que me sentí trasladado, en mente y en cuerpo, a lugares desconocidos, fue al leer Los perros ladran[2] de Capote. Esas pequeñas crónicas no me instruyeron en la geografía de paisajes ni en la franca historia de tierras ignoradas sino que, por virtud de su arte, me transportaron, como en una nave de ciencia ficción, a inhalar el aire esencial de esas latitudes: el decir original de su gente, la implicancia natural del ambiente a la hora de planear un juego, las mentiras con las que expresan el amor, el sufrimiento del que huye o se queda.
El poemario Barda[3], de Aixa Rava, me ha devuelto a esa experiencia primigenia. Como una continuidad de mi espacio de lectura, se sucedieron los infortunios de una infancia en el hielo, la alianza mala entre la nieve y la sombra, la sal errática del viento arañando la carne, el sudor inexistente, la lentitud de las orcas descomponiéndose bajo las empinadas laderas de un fiordo y, repentinamente, como si la nave aquella siguiera funcionando, apareció ante mí el verano: la piel fortaleciéndose al sol, el ruido de una mano niña hurgando masitas en una lata, las flores, el contacto desnudo con el suelo, la libertad posible a la luz del día, el rumor de lecturas haciendo mella en una joven lectora.
Es que Barda se mueve al ritmo de un péndulo veloz entre dos extremos: el áspero tránsito de una infancia en la Tierra del Fuego de los ochenta, por un lado; y los veranos reparadores de Santa Fe, por otro.


El decir de la infancia


No reviste demasiada novedad decir que la infancia es uno de los grandes temas de la literatura –del arte en general– y que de ella se extraen elementos constitutivos de la obra de variados autores. Tampoco es noticia manifestar que gran parte de la poesía contemporánea ha tomado a la infancia como la fuente de imágenes, sucesos y anécdotas por excelencia y que muchos han hecho de ella la matriz sobre la que se erige toda una estética.
Al describir a Barda como un poemario autorreferencial que nutre su estructura de esos movimientos elípticos y pendulares de la infancia, un lector apurado podría incluirlo dentro del variopinto reino de poemas que se proponen decir la infancia a partir del propio peso de las anécdotas allí acontecidas, vistas a través del emotivo cristal del recuerdo. Sin embargo, cometerían –entiendo– un grave error. No hay en Barda apenas una aspiración de presentar el escenario autorreferencial como fin, ni un afán de verosimilitud que obligue a prescindir de cualquier otro recurso poético que perturbe la limpieza de la escena. Muy al contrario: Barda es un hecho estético construido a partir de la elaboración discursiva del propio pasado, atendiendo a la musicalidad, a la belleza de las palabras, a la reconstrucción de la propia vida como literatura poética en su sentido más elevado y no en una austeridad fundamentada en la limpieza o la conservación de la imagen evocada tal como fue o el autor la recuerda.
Ante las cuestiones de ¿cómo decir la infancia?, ¿cómo hacer poesía del propio pasado?, Barda es un puerto seguro al que recurrir para encontrar algunas interesantes consideraciones.
En primer lugar, el yo poético de Barda no narra. Es decir, no arma en el poema un segmento o semirrecta narrativa en los que aparezca un punto desde el que se deshilvana el recorrido de una historia hasta encontrar un final –cerrado o abierto– vislumbrado con el correr de los versos. El yo poético reconstruye emociones, climas, percepciones propias o entrevistas en otros para presentar, de ese modo, un primer escenario poético, embellecido luego por una retahíla de imágenes de distinto tenor lírico que funcionan como amarras: aquí te quedas, lector, descubriendo los pormenores de esta isla. Cada poema es una isla, con su propia flora y su propia fauna, y su atmósfera nebulosa. Recién después de recorrer la fronda, desandar la niebla y medir al resto de los habitantes de esa tierra, el lector podrá ver al yo lírico y reconocerlo allí en su hábitat, en la magnitud de esa infancia que recuerda.
Así, observamos el poema inicial:

“La luz rodea el verano en el recuerdo, / aquí la sombra deambula con los niños; / entre turderas y fiordos, los glaciares / hacen que el hielo se vuelva un enemigo // En esta isla, la sangre se congela, / la piel se raja, la voz se hace chillido; / y hasta las bestias, las plantas, los caminos / creen que la nieve es ajena al paraíso.”

Como se observa, en la elección de las imágenes, en el cuidadoso ritmo de las frases, en la aparición dichosa de la rima, hay una presentación del escenario y de las sucesivas historias que suceden junto a la historia, junto a la imagen anecdótica que pretende instaurar al yo lírico en su infancia. No hay narración. Hay una lógica poética, por momentos onírica, afín al verdadero ejercicio: el recuerdo.
Así, en la última estrofa de ese poema inicial:

“La isla para el niño es una cárcel / con gaviotas, nutrias y orcas muertas, / un exilio, un castigo, una venganza, / que en el sur de estos pies dejó su huella.”[4]

La forma y el contenido guardan un íntimo sentido. Es decir, hay una verdadera elección formal que constituye y resignifica el contenido y permite que el lector no se siente a escuchar una historia escrita en verso sino que se suba a esa nave –que conocí con Capote– y descienda en el epicentro del poema. Allí, para inhalar a su merced la totalidad de la atmósfera, la totalidad del recuerdo.
 En segundo lugar, el despliegue de recursos poéticos de Barda me permite otra consideración: la aparición de los otros. Resulta evidente que, al recordar, siempre estamos interferidos por recuerdos de otros, por las inintencionadas intromisiones del resto. En Barda se manifiesta esa dinámica y se oye el susurro de ese incesante “nosotros”. El yo lírico sabe que no pierde protagonismo por permitir libremente esa intrusión. Al contrario, se enriquece. Mamá, Tatung, “ellos”, el “tú” del beso.
Así, por ejemplo:

“Cuando viniste, Tatung, / yo era muy chica / –no sabía que eras vos la que después fuiste. / Quería estar sola con ellos / para siempre / y llegaste. / Después / vinieron dos más, / mucho después, / mismo desastre”[5].

O:

“Mamá hace pan / como yo dibujo con crayones la pared / –así de fácil / como mi hermano ríe / desde la cuna cuando la ve / –así de natural / como si fuera panadera / y no maestra”[6].

O, finalmente:

“(…) Nada importa. Todo sobra. / En tus labios el mundo se hace de agua / y por primera vez ahogarme / me encanta.”[7]

La aparición de esos otros en escena, a la hora del tratamiento de un recuerdo, constituyen un yo lírico polifónico, aun sin serlo. Hay un único recuerdo y una única voz que los evoca pero, en ese proceso, el yo lírico no está solo. Sabe que es hablado por otros y esa voz plural, sin necesidad de decir “nosotros”, enriquece al poema. Lo comparo con la estrategia de Norah Lange en Cuadernos de infancia[8]donde el recorte de lo recordado sigue el mismo diseño elíptico y lúdico –como la infancia–, solo que narrativo, fragmenta la historia en trazos precisos permanentemente embellecidos por y en la palabra, e incurre (aquí sí de modo manifiesto) en el “nosotras”. El recuerdo que cuenta es el suyo y la infancia es la propia pero también, a la vez, la de sus hermanas.[9]


De qué hablamos cuando hablamos de belleza


Las palabras de Barda no caen nunca fuera del universo semántico que se propone como sistema: la polisemia como guía, presente desde el título; los dos climas contrapuestos: el encierro frío y la libertad del verano; la incesante y misteriosa latencia de las emociones de una niña –luego una joven– que descubre el mundo; y la acumulación de imágenes de elevado vuelo estético, muchas veces acompañadas de rima (asonante y consonante). Pero la verdadera belleza de todo ese entramado está dada por la naturalidad con la que parecen manifestarse: no hay impostura o falsedad en los recursos ni una intención de vacía o fatua rimbombancia. Se perciben como brotes espontáneos y auténticos, eso la vuelve una poesía verdadera, por eso hay belleza.      
Dice Vicente Alexandre: “¿Poesía es igual a belleza? (…) Ponga usted que la poesía, más que belleza, parece cosa de comunicación (…) No, un vocablo no es poético de por sí. No hay palabras ‘no poéticas’ y palabras ‘poéticas’ (aunque algunas sean tan bellas). Es su imantación necesaria lo que decide su cualificación en el acto de la creación fiel (…) Las palabras no son feas o bonitas en la poesía. Son verdaderas o son falsas. ¿Qué condición admira usted sobre todo de la poesía? Su comunicatividad. La poesía es una profunda verdad comunicada. (…) Para mí el resultado más feliz de la poesía no es la belleza, sino la emoción (…) El poeta se comunica y esta comunicación tiene un supuesto: el idóneo corazón múltiple donde puede despertar íntegra una masa de vida participada”.[10]
La dicotomía entre belleza lírica o lisa y llana emoción es –entiendo– un absurdo. Como dice Alexandre, es en la veracidad de la poesía donde se encuentra su belleza y, entonces, la posibilidad de despertar una emoción. En el caso de Barda, ambas cosas –belleza lírica y emoción– encuentran ese origen común: la verdadera naturaleza de la autora. No hay excesos ni simulaciones pretensiosas. Cada palabra, cada recurso poético, responde a un impulso verdadero. El resultado feliz, en este poemario, es el abrazo definitivo entre ambas.
Así, ejemplifica ese abrazo:

“(…) Con la barcaza se aleja / mi niñez de isla” [11]

La prueba final de que el arrobamiento más inmenso al que puede conducirnos la poesía es la conjunción de belleza y emoción es que, aun con estilos y contextos muy diversos, el poema de Umberto Saba que inicia este comentario y el último fragmento citado de Barda relatan una partida (algo que se aleja o se termina), y en ambos casos quedamos, ¡emotivos lectores!, con el corazón congelado.






[1] SABA, Umberto, “La estación”. Traducción libre. El original: “La stazione ricordi, a notte, piena / d’ultimi addii, / di mal frenati pianti, / che la tradotta in partenza affollava? / Una trombetta giú in fondo suonava / l’avanti; / ed il tuo cuore, il tuo cuore agghiacciava”
[2] CAPOTE, Truman, Los perros ladran, Emecé, Buenos Aires, 1975,
[3] RAVA, Aixa, Barda, Buenos Aires Poetry, Buenos Aires, 2014.
[4] RAVA, Aixa, “Tierra del Fuego”, en Barda, Buenos Aires Poetry, Buenos Aires, 2014.
[5] “Una, dos, tres, cuatro”, Ibid.
[6] “Corazón de aire”, Ibid.
[7] “El beso”, Ibid.
[8] LANGE, Norah, Cuadernos de infancia, Losada, Buenos Aires, 1994.
[9] Ver HERMIDA, Carola, Distintas estrategias de configuración y legitimación del yo en el discurso autobiográfico argentino y MOLLOY, Silvia, Acto de presencia: la escritura autobiográfica en Hispanoamérica, Tierra Firme, 1996.
[10] ALEXANDRE, Vicente, “Poesía, comunicación” (1951) en Poesía – Prosa, Bruguera, España, 1982.
[11] “Estarse vacía” en op. cit.

viernes, 18 de marzo de 2016

El punto de Contacto - Sobre la poética de Griselda García


El punto de contacto
Sobre la poética de Griselda García


“(…) Muchachos y muchachas son uno esta noche.
Se desabotonan blusas. Se bajan cremalleras.
Se quitan zapatos. Apagan la luz.
Las brillantes criaturas están llenas de mentiras.
Se comen mutuamente. Están más que saciadas.
De noche, sola, me caso con la cama”[1]


Introducción

Mucho se discute acerca de la evocación confesional en la poesía y de la aparición de lo anecdótico como objeto narrativo del poema. Posiciones radicales imploran por su definitiva aniquilación y otras, en extremo opuestas, encuentran un carácter poético en pequeñas crónicas cotidianas repartidas en estrofas.
En medio de esas costas antagónicas, siempre es motivo de celebración encontrar poetas que navegan, como veleros de astutas velas, hacia una u otra playa, según busquen un día de sol o un poco de tormenta para probar su destreza al timón en el oleaje bravo. Cuando el barco sale airoso del contraste, habiendo resistido a los pozos y las trampas, y el timonel toma las piedras más valiosas de cada orilla, allí se erguirá, frente a todos nosotros, un gran poema.


El trabajo sobre las olas

Para comandar el barco, Griselda García se vale de un variado conjunto de elementos. Tomaré como muestra una vasta antología de su obra, titulada Mi pequeño acto privado[2], para referirme a ellos.
En primer lugar, toma de una de las orillas una piedra fundamental: un profundo sentido de la narración. Nunca pierde de vista que con el poema está contando algo y que, aunque la escena se presente difusa o elevada a una abstracción mayor, el lector espera recuperar el sentido del “qué” en medio del “cómo”. En sus poemas –a mi entender– más logrados, este sentido va acompañado de un imaginario poderoso y de una suerte de sabiduría puesta en la derrota, en el reverso de las cosas, en ese lado poco esperable y hasta oscuro de los temas. Así, por ejemplo:

Yacer con el hijo / educarlo en la carne / controlar con los días / el ancho de su espalda / en la espesura fundirnos. / Al interior de la yema del ojo / catedrales de agua / delgadas escamas / de la leche. / Un desborde del cuerpo / una fiesta sin fin / la muerta hilvana / su pañuelo de larvas. / Te alimento / te baño con miel / te envuelvo en piel de luz / te cubro de flores y canto” [3].

Aparece, de este modo, una insistencia por subvertir tópicos generalmente ligados a la ternura y llevarlos al reino de lo ominoso: una latencia incómoda y constante de algo que no comprendemos del todo pero cuya existencia no podemos obviar, aunque queramos hacerlo. Esta aparición va de la mano del erotismo, a veces más explícito, a veces menos, y cuya existencia no responde solamente a provocar sus efectos naturales sino que también apuntala esa latencia del elemento siniestro. Dice Barthes, al referirse al strip-tease, que “está fundado en una contradicción: desexualiza a la mujer en el mismo momento en que la desnuda. Podríamos decir, por lo tanto, que se trata, en cierto sentido, de un espectáculo del miedo, o más bien del “me das miedo”, como si el erotismo dejara en el ambiente una especie de delicioso terror, como si fuera suficiente anunciar los signos rituales del erotismo para provocar, a la vez, la idea de sexo y su conjuración (…) el decorado, los accesorios y los estereotipos sirven para contrariar la provocación del propósito inicial (…)”.[4]
En otras palabras, el erotismo en la poesía de Griselda García tiene un doble funcionamiento: su efecto habitual, por un lado, y la construcción de una escenografía ideal para que soportemos –como si fuese una vacuna que nos brinda dosis menores de una enfermedad–  la latencia de ese mal incesante, por otro. Véase, por caso, este poema:

Hasta un ciego con memoria del tacto / podría servirme / lo guiaría el olor de la sal, la tibieza / la humedad silenciosa. / Detrás de él vendrían cientos / aceite en el cabello / olor acre de la orina. / Yo sólo tendría que yacer inmóvil / palmear alguna espalda, quizás. / Lo mejor es lo que más tarde llega / una noche, sin ser esperado / delicado como un ladrón / mil veces más silencioso. / ¿Soy aquella niñita de pollera al viento / bailando entre altos pastizales?”[5]

En segundo lugar, la poética de Griselda García presenta una vitalidad que se manifiesta a partir de un extremadamente sutil manejo del humor. Hay una mueca permanente, a mitad de camino en sonrisa, que se dibuja en el yo lírico y que lo acerca al componente lúdico, incluso al crear las imágenes más desoladoras. Es esa sabiduría de la que hablaba antes, encontrada en la derrota, aceptada con cierta anuencia lúdica y burlona:

Ahora estoy como quería estar: / de algodón y rellena de aserrín / con la piel de antiguos enemigos bajo las uñas / tolero cualquier cosa de mis amigos imaginarios / sólo los insectos en nariz y oídos / me mantienen con vida”.

Las imágenes creadas, elaboradas con las piedras que el velero halla en la orilla lírica, se acumulan unas sobre las otras y le dan al poema un espesor notorio. Cuando el lirismo nos llevó lo suficientemente lejos, el verso siguiente propone un ancla anti-abstracción que nos devuelve al “qué”, con una cuidadosa elección de las palabras, incluso, a veces, en detrimento del ritmo.
Así trabaja el oleaje de esas aguas con doble orilla y parece gritarnos, al pasar, “¿ven cómo se hace una confesión personal y a la vez se produce un hecho estético?”, “¿ven cómo la destreza está en encontrar el punto de contacto?”.
Por último, observo un inteligente manejo de la expectativa. Cada poema parece ir hacia un lugar al que nunca llega del todo y esas expectativas truncas son el placer de ese yo lírico travieso. Siguiendo con Barthes: “Todo texto sobre el placer sólo es dilatorio: será una introducción a algo que jamás se escribirá”[6]. Griselda García escribe sobre el placer, en sus formas menos esperables, y se vale del eros, que es, en palabras de Constantino Cocco, “el medio de comunicación y de expresión más profundo a disposición de todo ser humano”[7].
Como una suerte de Anne Sexton maniática pero sin depresión, Griselda García observa el entorno y se compromete en él personalmente, proponiéndole una batalla discursiva, mojándole la oreja, combatiendo con lo inasimilable que nos depara, pero sin el sentimiento de frustración ante la derrota. Le ofrece, en cambio, una mueca burlona y le advierte que seguirá activa. Parece responderle a aquel poema de Anne Sexton:

“Sueño con escarabajos / algo lejano me sentencia / ¿perduraremos? / no hay masturbación posible / cuando es furia / lo que se tiene.”[8].







[1] SEXTON, A., “The ballad of the lonely masturbator”, versión original: “(…) The boys and girls are out tonight / They unbutton blouses. They unzip flies. / They take off shoes. They turn off the light. / The glimmering creatures are full of lies. / They are eating each other. They are overfed. / At night, alone, I marry the bed”.
[2] GARCÍA, G., Mi pequeño acto privado, Barnacle, Buenos Aires, 2015.
[3] GARCÍA, G., “La ofrenda”, en Mi pequeño acto privado, Barnacle, Buenos Aires, 2015.
[4] BARTHES, R., Mitologías, Siglo Veintiuno editores, Buenos Aires, 2003.
[5] GARCÍA, G., “La reina tuerta”, en Mi pequeño acto privado, Barnacle, Buenos Aires, 2015.
[6] BARTHES, R., El placer del texto, Siglo Veintiuno editores, Buenos Aires, 2010.
[7] COCCO, C., “El eros secuestrable”, en Erotismo y destrucción, Cappelli Editore, Bologna, 1998.
[8] GARCÍA, G., “Sueño con escarabajos”, en Mi pequeño acto privado, Barnacle, 2015.

martes, 29 de diciembre de 2015

Yo, plebeyo (sobre la poética de Patricio Foglia)


Yo, plebeyo
Sobre la poética de Patricio Foglia



"¿Cómo consigues, con cualquier atuendo
o máscara, ser de verdad?
Te admiro."[1]


I.               Lugano I y II: el reino recobrado.


Como un antiguo acantilado visto desde el mar, halagado por una misteriosa simetría, pueden observarse desde la autopista los recios edificios que se yerguen a un costado: tercos, soviéticos, temerarios. No sin imaginación, a un viajero le es dado pensar que son los engañosos muros de un reino, erigido en las periferias de un río al que los habitantes dieron en llamar, por su breve tamaño, Riachuelo.
Al norte, la Comisaría 52 aparece, para ese potencial viajero, como la infranqueable guardia de ingreso al reino. Al sur, los habitantes peregrinan hacia el supermercado como a una enorme proveeduría.
En una de las torres, un niño de ocho años sobrevive a la separación de sus padres y resiste, en su reino diminuto, el trajín agridulce de la vida. Poco a poco, valiéndose de un arma inesperada, aprenderá a abstraerse: “Me alejaba / encendía mi tele / ponía todos mis sentidos / al servicio de mi balsa, mar adentro, / de espaldas a la catástrofe”[2].
El pequeño Patricio –la voz poética de Patricio Foglia en Lugano I y II– narra una historia íntima y entrañable, que puede ser la de muchos otros niños de esos departamentos numerados, a los que describe como “peceras para hámsters”.
Con el correr de los poemas, la realidad barrial se traza por la mirada ácida de Patricio que, así como Ricardo III, en medio del campo de batalla, imploró “¡Mi reino por un caballo![3], él cambió su reino, imperfecto y plebeyo, por la poesía. Dicen que lo oyeron gritar, en medio de la noche, ¡Mi reino por la poesía!
Aunque el niño creyó que no tenía escapatoria: “Yo podía bajar, fingir que jugaba / con mis nuevos vecinos / pero en realidad no había escapatoria. / Como cualquier hámster, estaba desesperado, / mis dedos ardían de tanto rasgar el vidrio / al que nada ni nadie parecía quebrarlo”.[4], tuvo suerte, la salida poética se abrió ante sus ojos.

Foglia construye entonces, con minuciosidad y aplomo, su propia mitología barrial. Con versos sencillos y ágiles, narra pequeñas escenas que sostienen una historia subterránea, ambivalente, diseñada con emotividad y humor. No teme yuxtaponer, cada tanto, una precisa filigrana lírica.


II.             Dale una máscara y te dirá la verdad

“(…) ¿qué es dibujar? ¿Cómo llegar a un resultado? Hay que pasar a través de un muro de hierro invisible que se levanta entre lo que uno siente y aquello de lo que es capaz. ¿Cómo pasar a través de ese muro? Porque arrojarse contra él no sirve de nada, a mi parecer; es preciso minar y limar el muro, poco a poco y con paciencia (…)”[5]


“(…) Es indudable que estudiando las leyes de los colores se puede pasar de la fe instintiva en los grandes maestros a la comprensión del porqué uno encuentra hermoso lo que encuentra hermoso. Y eso es muy necesario, en esta época, si se considera hasta qué punto uno juzga arbitraria y superficialmente”[6]

Foglia hace caso a las reflexiones que Van Gogh propina a su hermano Theo y, con la poesía para sí, cruza los muros de hierro de Lugano y se aventura hacia nuevos horizontes: emigra, con notable sensibilidad, del confesionismo ficcional hacia universos de máscaras líricas. Así, en la última serie de poemas de Lugano I y II, titulada Papeles secundarios, trabaja sobre personas y personajes de cierta lateralidad y reivindica su lugar fundamental a la hora de iluminar a aquellos a quienes, de alguno u otro modo, acompañaban.
Con una lírica compasiva, muestra su oficio para enmascararse y arma una serie tan genuina que apabulla. Sabemos que la voz poética siempre es una máscara pero es harto evidente que hay algunas mucho más lejanas a la figura del autor y la concreción de un tratamiento efectivo, cuando sucede, es motivo de celebración.
Así, por caso, en la voz admirada de Engels: “Su amistad me deparó el rechazo / de mi padre, de mi madre, / de la ciudad de Londres, / pero ¿qué importancia tenía? / Yo lo veía quitarse de encima / al mundo y su opinión / como quien se limpia una tela de araña / y sigue su marcha inexorable, / hacia la Historia”.
Cosa similar ocurre con el extenso poema que abre el libro y que merece un párrafo aparte: el inquietante La escafandra (a mi entender el texto más alto en la obra del autor, que es, además, un libro en sí mismo y será comentado más adelante).
Pero esto no es cosa de un libro. Ya antes de Lugano I y II, Foglia había realizado una pertinaz excursión hacia otro reino diverso: Temperley[7]. Parece que el sur fue tierra de revelaciones, y allí encontró, anudadas al fervor del ferrocarril, historias que puso en verso y llevó hacia estaciones sin trenes y con naves espaciales, como un astronauta desubicado que necesitaba salirse de la realidad, al menos por un rato, mientras durara el viaje.
En el inaugural Temperley ya se observa la maquinaria narrativa que habita la poética del autor. Las cuatro series de poemas que conforman el libro tienen un valor contestatario, de inconformidad con lo circundante. Una voz crítica e incómoda que pone en jaque los contextos dados y pretende huir de ellos. Otra vez, la poesía aparece como una salida, como un extraño portal que le permite a la voz poética salir airosa, a pesar de todo lo que narra.
Así: “permanezco internado doce horas, en esta especie / de hospital aeronáutico que es para mí el locutorio / que es para el que trabaja en el locutorio / el locutorio, una incesante clínica de lo mismo” o “Comenzando ignición en tres / dos / uno / la nave avanza, / puede sentirse el furor / del despegue, el fuego”.
Esta lectura se encuadra dentro del funcionamiento de la poética del autor: eminentemente narrativa, presenta los escenarios, describe las escenas opresivas que lo arremeten y allí, en medio de esa austeridad, saca a relucir –como si blandiera un faro anti tinieblas– un lirismo perspicaz que pone de relieve todo aquello que pasaría desapercibido. Opera como una gran escapatoria de ese mundo prosaico y gris. Así logra que esa ambivalencia funcione.
Expresa, respecto a esa hibridez, Lessing: “Finalmente, ¿qué se quiere de la mezcla de los géneros? Que se los separe tan exactamente como sea posible en los tratados dogmáticos, en buena hora; pero cuando un hombre de genio, con propósitos más elevados, hace entrar a varios en una sola y misma obra, hay que olvidar el libro dogmático y ver solamente si el autor ha realizado su propósito. ¿Qué me importa que una pieza de Eurípides no sea del todo relato ni del todo drama? Llámenla un ser híbrido; basta con que ese híbrido me guste y me instruya más que las producciones regulares de vuestros autores correctos”[8]


III.           El culmen: La escafandra[9].

Este poema inquietante y misterioso oscila entre el canto mitológico y la ciencia ficción retrofuturista –como bien sostiene Schilling en una reseña para La voz del interior–.  Avanza, con el pesado eco de lecturas y posibles intertextualidades, hacia un horizonte impreciso y sombrío en el que el arrebato onírico se hace carne en el soñante, concretando su fantasía, que es deseo y miedo a la vez.
Ese clima turbador avanza junto con el poema y el lector siente en su propia integridad la ineludible inclinación a saber más de ese misterioso héroe, demonio o máquina que camina con la escafandra hasta apoderarse –abandonando a nuestra merced su increíble escafandra (su máscara)– del propio observador y apoderándose el observador, a su vez, de esa tenebrosa sabiduría.
En este texto, Foglia se permite perturbar la articulación de su estilo e invertir el orden de los factores: aquí el lirismo colma la historia y se convierte en la brumosa lente a través de la que percibimos, como en una lenta ensoñación, la apropiación de lo extraño.


IV.           A modo de conclusión

Podré decir de Foglia lo que alguna vez Borges dijo de Fernández Moreno y el sencillismo: “Hizo algo mágico: miró a su alrededor”[10]. Foglia sabe ser auténtico a la hora de transmitir una imagen. Lo hace con total conocimiento de los mecanismos de esa transmisión y sin reparar en exquisiteces anacrónicas; lo hace habiendo leído con detenimiento a sus maestros y aplaudido con fervor aquello que luego haría propio; lo hace apelando a una comunión entre la realidad y la emoción; lo hace con humor; lo hace con la naturalidad de una retórica sencilla; lo hace con cualquier atuendo o máscara; dice la verdad.



                                                                                                                  Facundo D'Onofrio.


[1] RILKE, R., M.
[2] FOGLIA, P., Lugano I y II, Viajero Insomne, Bs. As., 2014.
[3] SHAKESPEARE, W., King Richard The Third, The complete works of William Shakespeare, Barnes & Noble, New York, 1994.
[4] FOGLIA, P., op. cit.
[5] VAN GOGH, V., Cartas a Theo, 237 H, Adriana Hidalgo Editora, Bs. As., 2002.
[6] Ibídem, 429 H.
[7] FOGLIA, P., Temperley, En el aura del sauce, Buenos Aires, 2011.
[8] LESSING, E., Dramaturgie de Hambourg, KLVIII, P. 236, traducción francesa de 1869, citada en TODOROV, T., Los géneros del discurso, Waldhuter editores, Buenos Aires, 2012.
[9] FOGLIA, P., La escafandra, Mágicas naranjas, Buenos Aires, 2015.
[10] Cita de VILLORDO, H., O., 50 años de poesía argentina contemporánea, Revista Cultura, Patricio Lóizaga editor, Buenos Aires, 1985.