martes, 29 de diciembre de 2015

Yo, plebeyo (sobre la poética de Patricio Foglia)


Yo, plebeyo
Sobre la poética de Patricio Foglia



"¿Cómo consigues, con cualquier atuendo
o máscara, ser de verdad?
Te admiro."[1]


I.               Lugano I y II: el reino recobrado.


Como un antiguo acantilado visto desde el mar, halagado por una misteriosa simetría, pueden observarse desde la autopista los recios edificios que se yerguen a un costado: tercos, soviéticos, temerarios. No sin imaginación, a un viajero le es dado pensar que son los engañosos muros de un reino, erigido en las periferias de un río al que los habitantes dieron en llamar, por su breve tamaño, Riachuelo.
Al norte, la Comisaría 52 aparece, para ese potencial viajero, como la infranqueable guardia de ingreso al reino. Al sur, los habitantes peregrinan hacia el supermercado como a una enorme proveeduría.
En una de las torres, un niño de ocho años sobrevive a la separación de sus padres y resiste, en su reino diminuto, el trajín agridulce de la vida. Poco a poco, valiéndose de un arma inesperada, aprenderá a abstraerse: “Me alejaba / encendía mi tele / ponía todos mis sentidos / al servicio de mi balsa, mar adentro, / de espaldas a la catástrofe”[2].
El pequeño Patricio –la voz poética de Patricio Foglia en Lugano I y II– narra una historia íntima y entrañable, que puede ser la de muchos otros niños de esos departamentos numerados, a los que describe como “peceras para hámsters”.
Con el correr de los poemas, la realidad barrial se traza por la mirada ácida de Patricio que, así como Ricardo III, en medio del campo de batalla, imploró “¡Mi reino por un caballo![3], él cambió su reino, imperfecto y plebeyo, por la poesía. Dicen que lo oyeron gritar, en medio de la noche, ¡Mi reino por la poesía!
Aunque el niño creyó que no tenía escapatoria: “Yo podía bajar, fingir que jugaba / con mis nuevos vecinos / pero en realidad no había escapatoria. / Como cualquier hámster, estaba desesperado, / mis dedos ardían de tanto rasgar el vidrio / al que nada ni nadie parecía quebrarlo”.[4], tuvo suerte, la salida poética se abrió ante sus ojos.

Foglia construye entonces, con minuciosidad y aplomo, su propia mitología barrial. Con versos sencillos y ágiles, narra pequeñas escenas que sostienen una historia subterránea, ambivalente, diseñada con emotividad y humor. No teme yuxtaponer, cada tanto, una precisa filigrana lírica.


II.             Dale una máscara y te dirá la verdad

“(…) ¿qué es dibujar? ¿Cómo llegar a un resultado? Hay que pasar a través de un muro de hierro invisible que se levanta entre lo que uno siente y aquello de lo que es capaz. ¿Cómo pasar a través de ese muro? Porque arrojarse contra él no sirve de nada, a mi parecer; es preciso minar y limar el muro, poco a poco y con paciencia (…)”[5]


“(…) Es indudable que estudiando las leyes de los colores se puede pasar de la fe instintiva en los grandes maestros a la comprensión del porqué uno encuentra hermoso lo que encuentra hermoso. Y eso es muy necesario, en esta época, si se considera hasta qué punto uno juzga arbitraria y superficialmente”[6]

Foglia hace caso a las reflexiones que Van Gogh propina a su hermano Theo y, con la poesía para sí, cruza los muros de hierro de Lugano y se aventura hacia nuevos horizontes: emigra, con notable sensibilidad, del confesionismo ficcional hacia universos de máscaras líricas. Así, en la última serie de poemas de Lugano I y II, titulada Papeles secundarios, trabaja sobre personas y personajes de cierta lateralidad y reivindica su lugar fundamental a la hora de iluminar a aquellos a quienes, de alguno u otro modo, acompañaban.
Con una lírica compasiva, muestra su oficio para enmascararse y arma una serie tan genuina que apabulla. Sabemos que la voz poética siempre es una máscara pero es harto evidente que hay algunas mucho más lejanas a la figura del autor y la concreción de un tratamiento efectivo, cuando sucede, es motivo de celebración.
Así, por caso, en la voz admirada de Engels: “Su amistad me deparó el rechazo / de mi padre, de mi madre, / de la ciudad de Londres, / pero ¿qué importancia tenía? / Yo lo veía quitarse de encima / al mundo y su opinión / como quien se limpia una tela de araña / y sigue su marcha inexorable, / hacia la Historia”.
Cosa similar ocurre con el extenso poema que abre el libro y que merece un párrafo aparte: el inquietante La escafandra (a mi entender el texto más alto en la obra del autor, que es, además, un libro en sí mismo y será comentado más adelante).
Pero esto no es cosa de un libro. Ya antes de Lugano I y II, Foglia había realizado una pertinaz excursión hacia otro reino diverso: Temperley[7]. Parece que el sur fue tierra de revelaciones, y allí encontró, anudadas al fervor del ferrocarril, historias que puso en verso y llevó hacia estaciones sin trenes y con naves espaciales, como un astronauta desubicado que necesitaba salirse de la realidad, al menos por un rato, mientras durara el viaje.
En el inaugural Temperley ya se observa la maquinaria narrativa que habita la poética del autor. Las cuatro series de poemas que conforman el libro tienen un valor contestatario, de inconformidad con lo circundante. Una voz crítica e incómoda que pone en jaque los contextos dados y pretende huir de ellos. Otra vez, la poesía aparece como una salida, como un extraño portal que le permite a la voz poética salir airosa, a pesar de todo lo que narra.
Así: “permanezco internado doce horas, en esta especie / de hospital aeronáutico que es para mí el locutorio / que es para el que trabaja en el locutorio / el locutorio, una incesante clínica de lo mismo” o “Comenzando ignición en tres / dos / uno / la nave avanza, / puede sentirse el furor / del despegue, el fuego”.
Esta lectura se encuadra dentro del funcionamiento de la poética del autor: eminentemente narrativa, presenta los escenarios, describe las escenas opresivas que lo arremeten y allí, en medio de esa austeridad, saca a relucir –como si blandiera un faro anti tinieblas– un lirismo perspicaz que pone de relieve todo aquello que pasaría desapercibido. Opera como una gran escapatoria de ese mundo prosaico y gris. Así logra que esa ambivalencia funcione.
Expresa, respecto a esa hibridez, Lessing: “Finalmente, ¿qué se quiere de la mezcla de los géneros? Que se los separe tan exactamente como sea posible en los tratados dogmáticos, en buena hora; pero cuando un hombre de genio, con propósitos más elevados, hace entrar a varios en una sola y misma obra, hay que olvidar el libro dogmático y ver solamente si el autor ha realizado su propósito. ¿Qué me importa que una pieza de Eurípides no sea del todo relato ni del todo drama? Llámenla un ser híbrido; basta con que ese híbrido me guste y me instruya más que las producciones regulares de vuestros autores correctos”[8]


III.           El culmen: La escafandra[9].

Este poema inquietante y misterioso oscila entre el canto mitológico y la ciencia ficción retrofuturista –como bien sostiene Schilling en una reseña para La voz del interior–.  Avanza, con el pesado eco de lecturas y posibles intertextualidades, hacia un horizonte impreciso y sombrío en el que el arrebato onírico se hace carne en el soñante, concretando su fantasía, que es deseo y miedo a la vez.
Ese clima turbador avanza junto con el poema y el lector siente en su propia integridad la ineludible inclinación a saber más de ese misterioso héroe, demonio o máquina que camina con la escafandra hasta apoderarse –abandonando a nuestra merced su increíble escafandra (su máscara)– del propio observador y apoderándose el observador, a su vez, de esa tenebrosa sabiduría.
En este texto, Foglia se permite perturbar la articulación de su estilo e invertir el orden de los factores: aquí el lirismo colma la historia y se convierte en la brumosa lente a través de la que percibimos, como en una lenta ensoñación, la apropiación de lo extraño.


IV.           A modo de conclusión

Podré decir de Foglia lo que alguna vez Borges dijo de Fernández Moreno y el sencillismo: “Hizo algo mágico: miró a su alrededor”[10]. Foglia sabe ser auténtico a la hora de transmitir una imagen. Lo hace con total conocimiento de los mecanismos de esa transmisión y sin reparar en exquisiteces anacrónicas; lo hace habiendo leído con detenimiento a sus maestros y aplaudido con fervor aquello que luego haría propio; lo hace apelando a una comunión entre la realidad y la emoción; lo hace con humor; lo hace con la naturalidad de una retórica sencilla; lo hace con cualquier atuendo o máscara; dice la verdad.



                                                                                                                  Facundo D'Onofrio.


[1] RILKE, R., M.
[2] FOGLIA, P., Lugano I y II, Viajero Insomne, Bs. As., 2014.
[3] SHAKESPEARE, W., King Richard The Third, The complete works of William Shakespeare, Barnes & Noble, New York, 1994.
[4] FOGLIA, P., op. cit.
[5] VAN GOGH, V., Cartas a Theo, 237 H, Adriana Hidalgo Editora, Bs. As., 2002.
[6] Ibídem, 429 H.
[7] FOGLIA, P., Temperley, En el aura del sauce, Buenos Aires, 2011.
[8] LESSING, E., Dramaturgie de Hambourg, KLVIII, P. 236, traducción francesa de 1869, citada en TODOROV, T., Los géneros del discurso, Waldhuter editores, Buenos Aires, 2012.
[9] FOGLIA, P., La escafandra, Mágicas naranjas, Buenos Aires, 2015.
[10] Cita de VILLORDO, H., O., 50 años de poesía argentina contemporánea, Revista Cultura, Patricio Lóizaga editor, Buenos Aires, 1985.