martes, 29 de diciembre de 2015

Yo, plebeyo (sobre la poética de Patricio Foglia)


Yo, plebeyo
Sobre la poética de Patricio Foglia



"¿Cómo consigues, con cualquier atuendo
o máscara, ser de verdad?
Te admiro."[1]


I.               Lugano I y II: el reino recobrado.


Como un antiguo acantilado visto desde el mar, halagado por una misteriosa simetría, pueden observarse desde la autopista los recios edificios que se yerguen a un costado: tercos, soviéticos, temerarios. No sin imaginación, a un viajero le es dado pensar que son los engañosos muros de un reino, erigido en las periferias de un río al que los habitantes dieron en llamar, por su breve tamaño, Riachuelo.
Al norte, la Comisaría 52 aparece, para ese potencial viajero, como la infranqueable guardia de ingreso al reino. Al sur, los habitantes peregrinan hacia el supermercado como a una enorme proveeduría.
En una de las torres, un niño de ocho años sobrevive a la separación de sus padres y resiste, en su reino diminuto, el trajín agridulce de la vida. Poco a poco, valiéndose de un arma inesperada, aprenderá a abstraerse: “Me alejaba / encendía mi tele / ponía todos mis sentidos / al servicio de mi balsa, mar adentro, / de espaldas a la catástrofe”[2].
El pequeño Patricio –la voz poética de Patricio Foglia en Lugano I y II– narra una historia íntima y entrañable, que puede ser la de muchos otros niños de esos departamentos numerados, a los que describe como “peceras para hámsters”.
Con el correr de los poemas, la realidad barrial se traza por la mirada ácida de Patricio que, así como Ricardo III, en medio del campo de batalla, imploró “¡Mi reino por un caballo![3], él cambió su reino, imperfecto y plebeyo, por la poesía. Dicen que lo oyeron gritar, en medio de la noche, ¡Mi reino por la poesía!
Aunque el niño creyó que no tenía escapatoria: “Yo podía bajar, fingir que jugaba / con mis nuevos vecinos / pero en realidad no había escapatoria. / Como cualquier hámster, estaba desesperado, / mis dedos ardían de tanto rasgar el vidrio / al que nada ni nadie parecía quebrarlo”.[4], tuvo suerte, la salida poética se abrió ante sus ojos.

Foglia construye entonces, con minuciosidad y aplomo, su propia mitología barrial. Con versos sencillos y ágiles, narra pequeñas escenas que sostienen una historia subterránea, ambivalente, diseñada con emotividad y humor. No teme yuxtaponer, cada tanto, una precisa filigrana lírica.


II.             Dale una máscara y te dirá la verdad

“(…) ¿qué es dibujar? ¿Cómo llegar a un resultado? Hay que pasar a través de un muro de hierro invisible que se levanta entre lo que uno siente y aquello de lo que es capaz. ¿Cómo pasar a través de ese muro? Porque arrojarse contra él no sirve de nada, a mi parecer; es preciso minar y limar el muro, poco a poco y con paciencia (…)”[5]


“(…) Es indudable que estudiando las leyes de los colores se puede pasar de la fe instintiva en los grandes maestros a la comprensión del porqué uno encuentra hermoso lo que encuentra hermoso. Y eso es muy necesario, en esta época, si se considera hasta qué punto uno juzga arbitraria y superficialmente”[6]

Foglia hace caso a las reflexiones que Van Gogh propina a su hermano Theo y, con la poesía para sí, cruza los muros de hierro de Lugano y se aventura hacia nuevos horizontes: emigra, con notable sensibilidad, del confesionismo ficcional hacia universos de máscaras líricas. Así, en la última serie de poemas de Lugano I y II, titulada Papeles secundarios, trabaja sobre personas y personajes de cierta lateralidad y reivindica su lugar fundamental a la hora de iluminar a aquellos a quienes, de alguno u otro modo, acompañaban.
Con una lírica compasiva, muestra su oficio para enmascararse y arma una serie tan genuina que apabulla. Sabemos que la voz poética siempre es una máscara pero es harto evidente que hay algunas mucho más lejanas a la figura del autor y la concreción de un tratamiento efectivo, cuando sucede, es motivo de celebración.
Así, por caso, en la voz admirada de Engels: “Su amistad me deparó el rechazo / de mi padre, de mi madre, / de la ciudad de Londres, / pero ¿qué importancia tenía? / Yo lo veía quitarse de encima / al mundo y su opinión / como quien se limpia una tela de araña / y sigue su marcha inexorable, / hacia la Historia”.
Cosa similar ocurre con el extenso poema que abre el libro y que merece un párrafo aparte: el inquietante La escafandra (a mi entender el texto más alto en la obra del autor, que es, además, un libro en sí mismo y será comentado más adelante).
Pero esto no es cosa de un libro. Ya antes de Lugano I y II, Foglia había realizado una pertinaz excursión hacia otro reino diverso: Temperley[7]. Parece que el sur fue tierra de revelaciones, y allí encontró, anudadas al fervor del ferrocarril, historias que puso en verso y llevó hacia estaciones sin trenes y con naves espaciales, como un astronauta desubicado que necesitaba salirse de la realidad, al menos por un rato, mientras durara el viaje.
En el inaugural Temperley ya se observa la maquinaria narrativa que habita la poética del autor. Las cuatro series de poemas que conforman el libro tienen un valor contestatario, de inconformidad con lo circundante. Una voz crítica e incómoda que pone en jaque los contextos dados y pretende huir de ellos. Otra vez, la poesía aparece como una salida, como un extraño portal que le permite a la voz poética salir airosa, a pesar de todo lo que narra.
Así: “permanezco internado doce horas, en esta especie / de hospital aeronáutico que es para mí el locutorio / que es para el que trabaja en el locutorio / el locutorio, una incesante clínica de lo mismo” o “Comenzando ignición en tres / dos / uno / la nave avanza, / puede sentirse el furor / del despegue, el fuego”.
Esta lectura se encuadra dentro del funcionamiento de la poética del autor: eminentemente narrativa, presenta los escenarios, describe las escenas opresivas que lo arremeten y allí, en medio de esa austeridad, saca a relucir –como si blandiera un faro anti tinieblas– un lirismo perspicaz que pone de relieve todo aquello que pasaría desapercibido. Opera como una gran escapatoria de ese mundo prosaico y gris. Así logra que esa ambivalencia funcione.
Expresa, respecto a esa hibridez, Lessing: “Finalmente, ¿qué se quiere de la mezcla de los géneros? Que se los separe tan exactamente como sea posible en los tratados dogmáticos, en buena hora; pero cuando un hombre de genio, con propósitos más elevados, hace entrar a varios en una sola y misma obra, hay que olvidar el libro dogmático y ver solamente si el autor ha realizado su propósito. ¿Qué me importa que una pieza de Eurípides no sea del todo relato ni del todo drama? Llámenla un ser híbrido; basta con que ese híbrido me guste y me instruya más que las producciones regulares de vuestros autores correctos”[8]


III.           El culmen: La escafandra[9].

Este poema inquietante y misterioso oscila entre el canto mitológico y la ciencia ficción retrofuturista –como bien sostiene Schilling en una reseña para La voz del interior–.  Avanza, con el pesado eco de lecturas y posibles intertextualidades, hacia un horizonte impreciso y sombrío en el que el arrebato onírico se hace carne en el soñante, concretando su fantasía, que es deseo y miedo a la vez.
Ese clima turbador avanza junto con el poema y el lector siente en su propia integridad la ineludible inclinación a saber más de ese misterioso héroe, demonio o máquina que camina con la escafandra hasta apoderarse –abandonando a nuestra merced su increíble escafandra (su máscara)– del propio observador y apoderándose el observador, a su vez, de esa tenebrosa sabiduría.
En este texto, Foglia se permite perturbar la articulación de su estilo e invertir el orden de los factores: aquí el lirismo colma la historia y se convierte en la brumosa lente a través de la que percibimos, como en una lenta ensoñación, la apropiación de lo extraño.


IV.           A modo de conclusión

Podré decir de Foglia lo que alguna vez Borges dijo de Fernández Moreno y el sencillismo: “Hizo algo mágico: miró a su alrededor”[10]. Foglia sabe ser auténtico a la hora de transmitir una imagen. Lo hace con total conocimiento de los mecanismos de esa transmisión y sin reparar en exquisiteces anacrónicas; lo hace habiendo leído con detenimiento a sus maestros y aplaudido con fervor aquello que luego haría propio; lo hace apelando a una comunión entre la realidad y la emoción; lo hace con humor; lo hace con la naturalidad de una retórica sencilla; lo hace con cualquier atuendo o máscara; dice la verdad.



                                                                                                                  Facundo D'Onofrio.


[1] RILKE, R., M.
[2] FOGLIA, P., Lugano I y II, Viajero Insomne, Bs. As., 2014.
[3] SHAKESPEARE, W., King Richard The Third, The complete works of William Shakespeare, Barnes & Noble, New York, 1994.
[4] FOGLIA, P., op. cit.
[5] VAN GOGH, V., Cartas a Theo, 237 H, Adriana Hidalgo Editora, Bs. As., 2002.
[6] Ibídem, 429 H.
[7] FOGLIA, P., Temperley, En el aura del sauce, Buenos Aires, 2011.
[8] LESSING, E., Dramaturgie de Hambourg, KLVIII, P. 236, traducción francesa de 1869, citada en TODOROV, T., Los géneros del discurso, Waldhuter editores, Buenos Aires, 2012.
[9] FOGLIA, P., La escafandra, Mágicas naranjas, Buenos Aires, 2015.
[10] Cita de VILLORDO, H., O., 50 años de poesía argentina contemporánea, Revista Cultura, Patricio Lóizaga editor, Buenos Aires, 1985.

miércoles, 18 de noviembre de 2015

El libro de Manuel (sobre la poética de Manuel Sánchez Ruiz)


El libro de Manuel
Sobre la poética de Manuel Sánchez Ruiz



“ –¿Cúanto tiempo hace de su última confesión, hijo mío?
–Mucho tiempo, padre.”[1]


“Yo he sido ya, anteriormente,
muchacho y muchacha, arbusto, pájaro
y un pez mudo en el mar”[2]


Introducción

Bildungsroman[3] es el término alemán que designa a la novela de formación o aprendizaje. Así llamaron a aquel género literario que refleja el desarrollo de un personaje desde la infancia hacia su madurez. Es Dilthey quien lo utiliza para referirse a una serie de novelas, entre ellas a Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister[4] de Goethe y considera que presentan ciertos rasgos característicos. A saber: un personaje joven, generalmente varón (producto, a su entender, de la imposibilidad de la mujer de acumular las experiencias vitales del varón de entonces, por su distinta libertad); un protagonista que se deja marcar por los acontecimientos del mundo y aprende de ellos; y un final que, sino feliz, al menos no supone para el protagonista daños terminales o irreparables.[5]
Ejemplos más cercanos –y a la vez más laxos, puesto que no cumplen con todas las características que puristas pretenden– de este género pueden encontrarse en textos como Retrato del artista adolescente o El guardián entre el centeno.
A primera mirada, parecería imposible considerar a un poemario susceptible de algún tipo de analogía o conexión con una novela de formación o aprendizaje. Quizás sea cierto. Más aún si dichos poemas están muy lejos de pretenderse narrativos o de contar una historia. Sin embargo, Todos los ríos[6], primer poemario de Manuel Sánchez Ruiz, es un libro de aprendizaje. En él aparece un yo lírico joven, que madura, que se involucra por primeras veces con los frutos que el mundo tiene para darle, que se enamora, se sorprende y se ciñe bajo el signo inequívoco de quien cumple con su deseo, por un lado, pero siente el dedo índice de la culpa, por otro.


La construcción del aprendizaje

A diferencia de lo que ocurre con sus trabajos más cercanos, en los que el autor presenta escenarios más definidos, con un lenguaje menos lírico y mayor apelación a la anécdota (siempre trascendida por una suerte de trayectoria zigzagueante en lo contado hasta dar con lo que verdaderamente pretende mostrar), en Todos los ríos habita un deseo por no decir, una suerte de cuidadoso trabajo para que la mostración sea abstracta, para que el sentimiento se instale con nitidez pero sin que importen ni el escenario ni los actores. Así: “la marea / en los párpados / qué es lo que busca / la mano / debajo de la almohada?” o “al borde del cuerpo / un mundo y una / mirada / insaciables. / orgasmo triste / el brillo de la carne, / arde el deseo / a flor de piel.”  
Como si los aprendizajes del cuerpo –propio y ajeno– estuvieran necesariamente trazados por esa ambivalencia entre el deseo –que puede sostenerse mientras sea soportable o concretarse en la fantasía o en el hecho– y el miedo (que también es deseo) al castigo, el lenguaje necesita emprender un viaje, un retiro espiritual, para distanciarse de las cosas concretas y expresar las sensaciones que transita el yo lírico, pero despojado de cualquier índole de arraigo con los agentes concretos. En ese arte del silencio se cuenta una doble historia sin necesidad de ser contada: el aprendizaje sentimental que el yo lírico transita y muestra y, en segundo lugar, algo mucho más íntimo y recóndito, tal cosa es la exigencia muda de restringir lo que se cuenta para que la confesión no sea entera.
En este sentido, la dicotomía es clara: la evasión del yo lírico posibilita la literatura. Como dice Sábato, “la literatura no es ni un pasatiempo ni una forma de evasión, sino un modo –posiblemente el más completo y el más profundo– de estudiar la condición humana”[7]. El aprendizaje del yo lírico que presenta Todos los ríos parece construirse marginalmente, en la penumbra, huyendo del posible correveidile de los ojos atentos y censores, aunque permanentemente observado por esa mirada omnisciente impresa en la conciencia.  Así: “cuando se corta la luz / son los vivos los que se comen / a los muertos (…)” o “tus ojos llueven / y el clamor del cielo que se apaga, / riego / el silencio” o “me miro desde los ojos de un gato / mientras el cielo me engulle / sin saborearme.
El yo lírico se enfrenta a su propia elección con angustia. Está inevitablemente apenado por la inadecuación de sus elecciones con respecto a las máximas deontológicas que lo habitan. Otra vez, como Stephen Dedalus en Retrato de un artista adolescente: “Stephen tiene que pedir perdón. Dante dijo: –y sino vendrán las águilas y le sacarán los ojos. ‘Le sacarán los ojos / pide perdón, / pide perdón, / de hinojos. / Le sacarán el corazón / pide perdón, / pide perdón’ ”.[8] Así: “invento pasajes / para transitar mi día (…)”o “puede uno / seguir siendo el mismo / después del paso del tiempo / y el paso del cuerpo?”.

Al amparo de las cosas

El ocultamiento de la mirada humana se apoya en la hermosa complicidad del resto de los seres y las cosas. De pronto, un animal que observa, la presencia de una flor o la protección involuntaria de la sombra, importan una alianza estratégica para el yo lírico arrojado a vivenciar nuevos sentimientos. En definitiva, no es más que un intento de  recuperar el amparo incondicional que alguna vez el yo lírico niño pudo sentir. Así: “(…) cuentos de la infancia y / las manos arrugadas de cariño / para demorar la oscuridad”. Por alguna extraña razón, ese cuidado que de golpe se encuentra en las cosas, parece dado por una memoria común que las hermana con los hombres, como si nosotros hubiéramos sido ya muchachas y muchachos y también pájaros y arbustos y sombras; y las sombras hubieran sido también arbustos y peces y pájaros y un muchacho que crece y vive sus experiencias amorosas al amparo de lo que en ese momento hace de sombra.
Bajo ese escudo protector, probablemente, ocurre uno de los poemas más logrados, a mi entender, del libro: “muda / pelvis lunar / ilumina mi cielo / desde algún lugar / entre las manos”, donde el lenguaje en retiro espiritual presenta una poderosa escena, pletórica de carnalidad, pero dicha desde ese extravagante lugar elegido, donde la mera sugerencia es la más intensa interpelación al lector y a su condición humana.

Todos los ríos es un libro inaugural y presenta un excelente augurio para la poética del autor, sea que el recorrido de su obra se fundamente en esa dirección, sea que todo lo próximo se constituya como diferencia de ese primer eslabón.




                                                     Facundo D'Onofrio. 






[1] JOYCE, J. Retrato del artista adolescente, (1916), Ediciones Orbis, Buenos Aires, 1983.
[2] EMPÉDOCLES, Las purificaciones, frag. 17, trad. propia.
[3] Término acuñado por el filólogo Johann Karl Simon Morgenstern hacia 1803 (fuentes menos precisas indican que lo acuña en 1819).
[4] Publicada en 1795/96. Corpus completado por Los años de peregrinaje de Wilhelm Meister y precedida por La misión teatral de Wilhelm Meister, una novela inconclusa que constituye la primera versión de la referida.
[5] LÓPEZ GALLEGO, M., “Bildungsroman. Historias para crecer”, Tejuelo, nº 18, 2013.
[6] SÁNCHEZ RUIZ, M., Todos los ríos, Grupo de escritores argentinos, Buenos Aires, 2013.
[7] SÁBATO, E., El escritor y sus fantasmas, Seix Barral, Bs. As., 2006.
[8] op. cit. 

jueves, 29 de octubre de 2015

Desde las alturas (sobre la obra de Gabriela Larralde)

Desde las alturas
Sobre la obra de Gabriela Larralde



“La curiosidad, teniendo sus encantos,
a menudo se paga con penas y con llantos;
a diario mil ejemplos se ven aparecer.
Es, con perdón del sexo, placer harto menguado;
no bien se experimenta cuando deja de ser;
y el precio que se paga es siempre exagerado”[1]

Introducción

Esta cruel y misógina moraleja que propuso Perrault para Barba Azul (relato que retoma, en cierta forma, el mito de Eros y Psique y que, según dicen, se fundamentó en la historia del asesino Gilles de Rais) ha sido útil para cercenar la curiosidad de niñas y niños lectores durante siglos. Aunque atemperado por sus diversas adaptaciones, la moraleja luce contundente: la curiosidad puede traer grandes problemas.
Sin embargo, la desafortunada máxima parece haber producido en Gabriela Larralde –a la sazón niña lectora– la actitud contraria. Lejos de asustarse o de prescindir de las ganas de saber, Larralde se erigió como una lectora variopinta y entusiasta que encontró en la literatura su modo de conocer las pasiones del mundo.  Esa curiosidad que la traza como lectora es la misma que aparece cuando escribe. La autora no le tiene miedo a los temas: no se atemoriza a la hora de llevar al reino narrativo de la ficción una idea sórdida ni en hacerse cargo del yo lírico cuando escribe en verso.  Con características distintas en cada registro, hurga –sea desde el yo desenmascarado del verso o desde el país de la tercera persona en algunas narraciones– el variado barro de las realidades humanas.

Las cosas que pasaron[2] y una nueva forma de “Spleen”

“La gramática, incluso la árida gramática se convierte en algo así
 como una hechicería evocatoria; las palabras resucitan revestidas
de carne y hueso, el sustantivo, con su majestad sustancia, el adjetivo, ropaje transparente que viste al sustantivo y lo colorea como un barniz, y el verbo, ángel del movimiento, que da impulso a la frase”[3]


El contenido de Las cosas que pasaron parece estar, a primera mirada, signado por la simpleza. Situaciones cotidianas, sencillas e incluso en apariencia divertidas se prolongan en los poemas. No obstante, hay una suerte de silencio latente, de mundo no dicho que, aun prescindiendo de las palabras, arroja un eco que se vuelve más fuerte cada vez y nos enfrenta a un abismo. Esas mismas situaciones que se nos aparecen como intrascendentes, adquieren en conjunto un peso categórico: importan una alarma. Estamos en presencia de  una nueva forma de spleen.
La noción de spleen, original en Baudelaire, ocurre con la angustia que emerge al extinguirse la novedad de lo real, el hastío ante las formas cotidianas, el vacío de la incomunicación con las cosas. Es, en otras palabras, un tedio. El sujeto se enfrenta a los sucesos o vivencias del entorno y eso ya no tiene otro efecto más que el aburrimiento, la desazón, el cansancio perceptivo. Pero la presencia de ese abismo inminente puede  implicar una búsqueda y el correspondiente encuentro de otros caminos para el goce; para sacudirnos y salir de esa fastidiosa apatía. Es la posibilidad de ver una nueva faceta del mundo circundante.
La poética de Gabriela Larralde nos pone frente a un abismo y ese abismo es una nueva forma de spleen que interpela al lector hacia las dos posibilidades: la de sucumbir ante la espantosa asfixia de los sucesos cotidianos o usar ese fastidio como instrumento para ver algo diferente en todas las cosas que ya hemos visto infinitas veces. Esto implica mucho más que una desautomatización y no es causado por una subversión formal del lenguaje sino que es efecto de la ausencia de ella.
Benjamin dice que Baudelaire “quería ser comprendido”[4] e inaugura Las flores del mal con un poema dedicado al lector que comprendería el spleen: “¡Es el fastidio! –el ojo colmado de un llanto involuntario, / sueña patíbulos mientras fuma su pipa. / ¡Tú lo conoces, lector, a este monstruo delicado/ –hipócrita lector–, mi semejante, mi hermano!”[5] . El primer poema de Larralde, al igual que Baudelaire cuya “parte inaugural de Las flores del mal revela, como tantas otras piezas, la hechicería evocatoria de su obra”[6] también se dirige a un lector y dice: “Piensa en los anclajes, en cómo todo / puede significar otra cosa, / según el ánimo o las formas, según lo que se quiera / marcar, destruir o amar” y culmina diciendo: “Hay que rastrear, en las palabras, en las miradas, / casi todo lo que no está”. Parece, cuanto menos, una comprometida advertencia.
Las situaciones cotidianas, opresivas –y en apariencia divertidas– a las que hacía referencia se observan, por caso, en: “Voy a morir adentro del baño / en el movimiento / que realizo cuando tiro la cabeza mojada / hacia el piso para enroscar la toalla” o en el rotundo “Llamaste después de dos años. / Estoy parada en la esquina de mi casa. / Tengo un filet de merluza en la mano y la sensación / de que soy la única mujer / en toda la ciudad / con un filet de merluza en la mano”.


Las soluciones quirúrgicas[7]: las cosas desde allá arriba

“(…) Cerca de la cima occidental se encuentra el cadáver de un leopardo reseco y congelado. Nadie ha conseguido explicar qué buscaba el leopardo en aquellas alturas”[8]

A diferencia de lo que ocurre en su poesía, Larralde se aventura en Las soluciones quirúrgicas a pergeñar universos más enredados y complejos que, por momentos, se expresan lindando las sombras más íntimas y oscuras del deseo. Los relatos también suceden en escenarios cotidianos pero producen su impacto ante la aparición de un elemento que excede lo esperable y coloca a los personajes en un lugar a veces desaprensivo y a veces impúdico pero hermosamente humano.
Esa cercanía planteada entre el aquí y ahora del lector –y de la autora– con los contextos en que transcurren los relatos y con las situaciones en las que los personajes se desenvuelven genera en el lector un estado de perturbación, ya que es sometido a una encerrona: o admite que se identifica con ciertos personajes –lo cual, en casos como Juntos y solos puede ser difícil de admitir– o los juzga, y al juzgarlos, miente. 
Se pregunta Sartre: “¿Dónde está el novelista? ¿Con sus personajes, detrás o dentro de ellos? Y cuando está detrás de ellos, ¿no quiere hacernos creer que permanece dentro o fuera de ellos? ”[9]. Cambiando ‘novelista’ por ‘narradora’, se torna interesante observar cómo este juego de distancias que concede la narrativa, permite a la autora tensionar el realismo y lograr esa perturbación a la que me refería anteriormente. Del mismo modo en que la aparición de un elemento de terror en un ambiente que nos resulta habitual genera un miedo mayor, las situaciones que suceden en estos relatos inquietan porque suceden cerca. Y a pesar de Foucault y de todos los manuales que preservan la figura del autor y nos advierten que lo dejemos tranquilo, la cercanía que los personajes y ambientes comparten con la autora, enriquece y aumenta el realismo, generando, en ese juego de distancias, algo tremendamente funcional a la fuerza de los relatos.
Por otra parte, el funcionamiento de las historias se acrecienta por la prosa inteligente y ágil de la autora al crear los climas y sobre todo por el rigor de los diálogos. La efectividad de los diálogos en estos relatos de Gabriela Larralde no en vano es comparada con aquella llamativa destreza que Hemingway mostraba para la misma faena. Con agilidad y precisión, catapultan al lector al epicentro del universo narrado, sin distracciones ni rodeos, como ocurre en la charla entre Sofía y Almendra en Aterrizar en la luna o en los reclamos frenéticos entre Ramiro y Julia en Como si estuviéramos en Moscú.
García Márquez sostiene: “no sé quién dijo que los novelistas leemos las novelas de los otros sólo para averiguar cómo están escritas (…) de algún modo imposible de explicar, desarmamos el libro en sus piezas esenciales y lo volvemos a armar cuando ya conocemos los misterios de su relojería personal”[10]. Si hacemos la misma modificación que en la pregunta de Sartre y cambiamos ‘novelistas’ por ‘narradores’ es posible confesar que los misterios de la relojería personal de este libro de relatos quedan en el misterio y allí radica su cualidad: preserva un área de inaccesibilidad detrás de cada historia que reivindica el valor de la incertidumbre y echa por tierra la trabajosa e inútil empresa del lector que se aventura a completar esos silencios, esa falta, esa ausencia. Como si cada relato nos dijera: la duda es una tensión más placentera a la que es interesante resignarse. Al igual que lo que ocurre con el leopardo en Las nieves del Kilimanjaro, nadie sabrá qué encuentra la autora en esas alturas y esa inquietud no satisfecha es el mejor hallazgo.


Algo sobre Los mundos posibles[11]: un ensayo necesario

“Basta una palabra mía –le dijo la diosa– para que veas todo un mundo que mi padre podría producir, donde aparecerá representado todo cuanto pueda apetecerse, y por este medio se puede saber también lo que sucedería, si tal o cual posibilidad hubiera de llegar a realizarse. Y aun cuando las condiciones no sean bastante determinadas, habrá cuantos mundos se quieran, mundos diferentes entre sí que responderán también diferentemente a la misma pregunta de todas las maneras que sea posible”[12]

Una de las más conocidas tesis de Leibniz es la de que hay una infinidad de mundos posibles. Hay sólo un mundo real, que es el mundo existente, esto es, el que ha sido actualizado entre la infinidad de posibles mundos[13]. Dice Leibniz que la diosa Pallas le mostró en sueños a Teodoro el ‘Palacio de los destinos’ en el que está representado todo lo que es posible y le dijo: “Júpiter, antes de dar existencia al mundo que conoces, pasó revista a todos los mundos posibles, y eligió el mejor de todos ellos”[14].
Al igual que Teodoro, Gabriela Larralde es movida por la curiosidad. Esa curiosidad que la signa como poeta y escritora de ficción también la impulsó a investigar acerca del tratamiento de la temática LGBTTTI en la literatura infantil, sus antecedentes y su actualidad. Analizó las formas de representación de sujetos y relaciones sociales no heteronormativas en la literatura para niños/as.
Es interesante extraer de la vieja tesis de Leibniz que el mundo real (aquel que se actualiza de todos los posibles) contempla todas las posibilidades que acontecen, por lo tanto la diferencia es constitutiva de esa realidad. Puede decirse que al hablar de “inclusión” o de “aceptar la diferencia” o de “reconocimiento” se parte de una posición que “incluye”, “acepta” o “reconoce” y que en ese mismo juicio subyace la trampa de lo dominante y normativo. Sin embargo y a pesar de esa encrucijada de la lógica, es tremendamente importante que existan trabajos de esta naturaleza, que se propongan exponer el tratamiento de las distintas realidades para que, como sostiene la autora, algún día la literatura LGBTTTI para niños/as termine, se funda en la literatura para niños/as a secas y sea parte del discurso de la niñez sin necesidad de constituirse en una moraleja que venga a concientizar de su existencia sino como parte de un todo que de por hecho las diferencias.
Dirá Nietzsche que “El mundo ‘aparente’ es el único. El mundo ‘verdadero’ no es más que una mentira que se le añade”[15]. Este mundo que vemos y que incluye todas las posibilidades es el que importa.

Comentario

Pablo Ramos celebra, en la contratapa de Soluciones Quirúrgicas, la inclusión de la autora en la “gran tradición argentina de hacer de la narración de un cuento un arte exquisito”. Considero que Gabriela Larralde se suma también a la selecta tradición de autores que hacen tanto de una narración como de un poema artes igual de exquisitas.




                                                               Facundo D'Onofrio.






[1] PERRAULT, C., Barba Azul, 1627. Su versión en francés: “La curiosité malgré tous ses attraits, coûte souvent bien des regrets; on ne voit tous les jours mille exemples paraître. C’est, n’en déplaise au sexe, un plaisir bien léger; dès qu’on le prend il cesse d’être, et toujours il coûte trop cher”, PERRAULT, C., Neuf Contes, un libre, Centre National de Documentation Pédagogique, Boulogne-Billancourt, France, 2011.
[2] LARRALDE, G., Las cosas que pasaron, Huesos de Jibia, Buenos Aires, 2013.
[3] BAUDELAIRE, C., “L’homme dieu” en Les paradis artificiels, 1860. Versión original: “La grammaire, l’aride grammaire elle-même, devient quelque chose comme une sorcellerie évocatoire; les mots ressuscitent, revêtus de chair et d’os, le substantif dons sa majesté substantielle, l’adjectif, vêtement transparent qui l’habille et le colore comme un glacis, et le verbe, ange du movement, qui donne le branle à la phrase”.
[4] BENJAMIN, W., El París de Baudelaire, Eterna Cadencia, Buenos Aires, 2012.
[5] BAUDELAIRE, C., Las flores del mal, Grafídico, 2007. Su versión original: “C’est l’Ennui! L’ oeil chargé d’un pleur involontaire, / Il rêve d’échafauds en fumant son houka. / Tu le connais, lecteur, ce monstre délicat, / –hypocrite lecteur–, mon semblable, mon frère!”
[6] JAKOBSON, R., “Un microscopie du dernier spleen dans Le fleur du mal” en Tel Quel, nº 29, Éditions du seuil, París, 1967.
[7] LARRALDE, G., Las soluciones quirúrgicas, Zona Borde, Buenos Aires, 2015.
[8] HEMINGWAY, E., “Las nieves del Kilimanjaro” en Cuentos, Debolsillo, Buenos Aires, 2013.
[9] SARTRE., J. P., “El arte de Nathalie Sarraute” (Ensayo-prólogo a Retrato de un desconocido) en Sur, nº 291, Buenos Aires, 1964. Traducción de Roberto Bixio.
[10] GARCÍA MÁRQUEZ, “Mi Hemingway personal”, introducción a HEMINGWAY, E., Cuentos, Debolsillo, Buenos Aires, 2013.
[11] LARRALDE, G., Los mundos posibles, un estudio sobre la literatura LGBTTTI para niñxs, Título, Buenos Aires, 2014.
[12] LEIBNIZ, G., Ensayos de Teodicea, en Vida, pensamiento y obra, Planeta Deagostini, España, 2008.
[13] Ver FERRATER MORA, J., Diccionario de Filosofía, Nueva edición actualizada por la Cátedra Ferrater Mora, Ariel, Barcelona, 2004.
[14] op. cit.  
[15] NIETZSCHE, F., El ocaso de los ídolos (o cómo se filosofa con el martillo), Ed. Siglo Veinte, Buenos Aires, 1979.

jueves, 1 de octubre de 2015

Lo que puede un cuerpo - Sobre la poética de Flor Codagnone



Lo que puede un cuerpo
Sobre la poética de Flor Codagnone


Por qué la mujer cuando se enamora
se prepara como la diosa Atenea
y se mete una coraza dentro del corazón.
Suéltate mujer y vuélvete un canto,
debajo de tu casa está el cuerpo
de un tierno muchacho[1]

Introducción

Las indagaciones filosóficas respectivas a la noción de cuerpo importan un vasto y variopinto entramado de disquisiciones, discusiones, desarrollos y perspectivas que vuelven cualquier introducción, por extensa que sea, arbitraria e insuficiente.
Con laconismo y arbitrariedad manifiestos, ubicaré en primer lugar a una de las discusiones de la antigüedad griega: si el cuerpo –el cuerpo humano– está o no está informado (es decir, constituido por una forma: el alma). Cárcel o sepulcro para los platónicos, el alma no era forma del cuerpo sino prisionera de él. Serán los aristotélicos quienes sostendrán el primero de los argumentos: el cuerpo es informado por el alma.[2]
Siglos más tarde,  los llamados Padres de la Iglesia –Ambrosio de Milán, Agustín de Hipona, entre otros– resignificarán la doctrina platónica y pergeñarán un inflexible juicio moral sobre el cuerpo y sus necesidades. El cuerpo humano será entendido como una materialidad mundana de cuyos apetitos es necesario huir en pos de  un gozo espiritual y un no sometimiento a la materia.
De todos los pronunciamientos posteriores entre la dualidad o no del cuerpo y el alma y en las definiciones respectivas (pueden pensarse como fundamentales, por caso, los conceptos cartesianos de res cogitans y res extensa), será Spinoza quién hablará del propio cuerpo como un concepto. La mente forma conceptos llamados “ideas”. El cuerpo humano es, así, “el objeto de la idea que constituye la mente humana”.[3]
Haré un salto de unos cuantos siglos para referirme a las otras nociones que considero relevantes para adentrarnos en la poética de Flor Codagnone: sostiene Marcel que “El mundo existe para mí, en el sentido riguroso del término ‘existir’, en la medida en que mantengo con él relaciones del tipo de las que mantengo con mi cuerpo; es decir, en tanto que estoy encarnado”[4]. De este modo, el propio cuerpo es mucho más que un cuerpo ligado a otros cuerpos sino que la relación entre uno y el cuerpo propio es de una naturaleza singular y, mucho más que un problema, es un misterio. Por otro lado, Sartre sostiene que “En tanto que yo soy para otro, el otro se revela a mí como el sujeto para el cuál soy objeto”[5], refiriéndose a las dimensiones ontológicas del cuerpo y la posibilidad de pasar de un “cuerpo para mí” y enunciarse como un “yo que existe un cuerpo” a un “cuerpo para otro”, un cuerpo utilizado y conocido por otro.
La poesía de Flor Codagnone puede perfectamente dialogar con los marcos teóricos antes referidos y llega hasta el epicentro de la indagación del propio cuerpo, en tanto subjetividad y objeto, en tanto recinto en el que se juegan las alternancias del dolor y del goce, en tanto concepto polimorfo y complejo. Para dejar en claro que su poesía no es sin el cuerpo, apela al arrebato y a la contundencia, dice con violencia pero a la vez con ternura, se mueve en la permanente ambivalencia de lo que se es, lo que se tiene, y lo que falta. Nos dice: soy mujer, tengo un cuerpo, soy un cuerpo, soy más que un cuerpo, me hago cargo del cuerpo que tengo, de ser un cuerpo, de ser mujer, de ser más que un cuerpo, de ser muchas mujeres, le hablo a otro, que tiene un cuerpo, que es más que un cuerpo, que es un hombre, que es muchos hombres, que es también muchas mujeres, que se haga cargo.

Mudas[6] y el inicio de la polisemia

Ya desde el mismísimo título del primer poemario de Codagnone el lector puede observar una apelación por la ambigüedad y la insinuación. Esa polisemia inicial –que no es poco inquietante– se extiende a lo largo de los poemas del libro trazando una red de sentidos que sólo pueden ser asimilados en su totalidad a partir de la lectura de un nuevo poema que eche luz sobre algún aspecto de otro, anterior o posterior. Sólo hacia el final, el lector comprende que el título –en tanto femenino y plural– importa una clave de lectura: la poesía de Codagnone se estructura como una red rizomática en la que cada elemento –por lateral o secundario que se nos presente– ocupa un lugar central y puede engendrar una indispensable novedad de sentido.
Lo impactante del libro es que ese sentido arremete como un golpe. La utilización de un lenguaje directo, despojado de avatares líricos, límpido, que parece pretender impactar desde lo concreto de ciertas imágenes, desde lo incómodo de ciertas situaciones, no permite prever que detrás de esa aparente simpleza se genera, palabra tras palabra, verso tras verso, una carga de ideas, pronunciamientos y sentimientos que irán a arremeter contra el lector no como un golpe, como cientos de golpes. Del mismo modo en que el mar traiciona y el bañista no puede advertir que debajo de su mansedumbre se está pergeñando una marea mortal, el lector tampoco podrá advertir que debajo de todo ese lenguaje que apela a lo situacional, a la narración de vivencias que giran en torno al amor, al desamor, al sexo –y que ya de por sí convocan e interpelan– se está tramando un golpe mucho más poderoso y terrible: hagámonos cargo.

Celo[7] y el apuntalamiento de la poesía

En el prólogo al libro sobre psicoanálisis y literatura que escribe Codagnone junto a Cerruti[8], Andres Neuman sostiene que el psicoanálisis logra fundar el relato oculto del relato, la “metanovela”.  Creo que también es posible encontrar en el psicoanálisis el substrato de la poesía de Codagnone, a lo que llamaré metapoesía (en un sentido que poco tiene que ver con los “metapoetas” y con la consideración que propone llamar “metapoesía” a la poesía que habla o reflexiona sobre ella misma). Llamo metapoesía a aquello que subyace; a los mecanismos sobre los cuales se asienta el hecho poético; a aquello que posibilita y justifica su aparición. Del mismo modo en que, de acuerdo al psicoanálisis, la sexualidad infantil nace apuntalada en las funciones de auto-conservación (la pulsión se “apoya” en una función corporal importante para la conservación de la vida y, producto del placer que genera su satisfacción, se repite y se separa de la necesidad biológica), la poesía de Codagnone nace apuntalada en la ambivalencia inescindible e incurable que propone el cuerpo entre la molesta necesidad de satisfacción y el goce producido una vez satisfecha dicha necesidad.
En Celo se observa con mayor nervio esa pugna inexorable que importa el cuerpo y el ir y venir pendular entre los momentos en que la necesidad arrecia y produce el malestar –el fastidio, la insatisfacción, la pregunta, la carencia, la furia, el estallido–, por un lado; y el posterior goce ante la voluntad satisfecha, siempre parcial y temporalmente, e instrumentado –el goce– a partir de un otro que no siempre es el que se construye o el que se requiere aunque, en la testarudez de los hechos, lo sea.

Lo que nos dice el celo

Nos explica Ivonne Bordelois[9] que la raíz indoeuropea kel posee como uno de sus sentidos el de cubrir, proteger, mantener oculto o secreto. De allí proviene la voz latina celare y cella (que significa celda, capilla, entre otros). Por su parte, de la misma raíz desciende eu-calipto que significa lo “bien escondido”, refiriéndose a las semillas ocultas de dicho árbol.
La primigenia raíz kel también significa al fuego y al calor. Del mismo modo significa aceleración. De este último sentido proviene el latín celer. Situación toda que la autora asocia con el celo de los animales que entran en calor producto de la carrera de los machos para abordar a la hembra.
En un latín posterior, zelo significa amar y adorar y zelus, celo y envidia. En tanto pasión, celo proviene de zelus y la discutida Real Academia Española lo define como: del lat. zēlus, ardor, celo, y este del gr. ζλος, der. de ζεν, hervir), cuidado, diligencia, esmero que alguien pone al hacer algo; interés extremado y activo que alguien siente por una causa o por una persona; recelo que alguien siente de que cualquier afecto o bien que disfrute o pretenda llegue a ser alcanzado por otro; en los irracionales, apetito de la generación; época en que los animales sienten este apetito; período del ciclo menstrual de la mujer en que se produce la ovulación; sospecha, inquietud y recelo de que la persona amada haya mudado o mude su cariño, poniéndolo en otra.
Si leemos “En la guerra de los cuerpos / el amor / nunca se dijo” o “No hay nada más / tristemente mío / que mi tristeza / ni nada más deseado / que mis deseos” o “Soy tan aguda cuando bajan / las luces o acá el tiempo se mide / en los quilates que no tengo / en el humo que no aspiro / en los orgasmos que pierdo / en fantasías obtusas” no podemos más que ver condensados, en lo instantáneo y rotundo de los versos, cada uno de los conceptos que la historia del lenguaje puso en palabras –siempre aproximadas y nunca del todo verdaderas– respecto de los sentimientos y de la actividad de las mujeres y los hombres. Podría decirse que Celo y también Mudas son intentos de nombrar todos aquellos sentimientos que recorren a una mujer e informan su cuerpo y que, por supuesto, chocan contra esa imposibilidad última del lenguaje. Sin embargo, la voz poética de ambos poemarios se presenta, a mi entender, como hacedora de un propósito más inclusivo: interpelar a un otro, convocarlo.

La reconstrucción de la imagen propia

“(…) yo no advertí este cambio,
tan simple, tan cierto, tan fácil:
¿en qué espejo se perdió
mi imagen?”[10] 

En ambos poemarios circula, a su vez, una idea de refundación. El yo lírico evoca una pérdida que –sea o no sea un hecho puntual– surca todos los acontecimientos mostrados en cada poema: los vínculos reales, los imaginarios, el sexo, el amor, el pasado. Pero lejos de persistir en la congoja, se propone el movimiento. Avanza y reconstruye su propia imagen. Recorre el camino inverso al del citado poema de Meireles, no se resigna, apuesta por la alegría, se refunda como mujer.
Así, en Mudas: “Se están borrando las cicatrices / que me recuerdan que falta algo, mejor, / que hay algo enlazado, anudado / en el interior de mí”.
Así, en Celo: “No sabés de mis calles ni de mis cortadas / ni de lo que sigue girando / en la calesita de la infancia (…)”

La poesía de Flor Codagnone une, arma encuentros, diluye los límites de los discursos, apela de igual modo a Truffaut, a Freud o a Spinetta y propone a su propio cuerpo como receptáculo de esa íntima miscelánea para mostrarnos que la poesía puede mucho más de lo que solemos creer y que el cuerpo… el cuerpo también.


                                                                                                                    Facundo D'Onofrio.





[1] MERINI, A., “Una poesía”, Clínica del abandono, trad. Delfina Muschietti, Bajo la luna, Bs. As., 2008.
[2] ARISTÓTELES, Física, IV, 4, 204 b.
[3] SPINOZA, B., Ethica, ordine geométrico demonstrata, II, def. 1, Gius, Latenza & figli, Bari, 1915.
[4] MARCEL, G., Journal Métaphysique, 3era edición, pág. 261, Bibliothèque des idées, Gallimard, París, 1935.
[5] SARTRE, J. P., El ser y la nada, Losada, Bs. As., 1966.
[6] CODAGNONE, F., Mudas, Pánico el pánico, Bs. As., 2013.
[7] CODAGNONE, F., Celo, Pánico el pánico, Bs. As., 2014.
[8] NEUMAN, A., “Espejo ajeno (fragmentos para un reflejo)”, prólogo a CODAGNONE, F., CERRUTI, N., Literatura – Psicoanálisis, El signo de lo irrepetible, Letra Viva, Bs. As., 2013.
[9] BORDELOIS, I., Etimología de las pasiones, Libros del zorzal, Bs.As., 2006.
[10] MEIRELES, C., “Retrato”, Viagem, 1937. Incluido en KOVADLOFF, S., Poesía contemporánea del Brasil, Compañía General Fabril Editora, Bs. As., 1972.