martes, 15 de septiembre de 2015

Un margen de indefinición - (Sobre la poética de Lucas Soares)

Un margen de indefinición
Sobre la poética de Lucas Soares


        



No vayas a mostrar
todos los aspectos de las cosas
reserva para ti
un margen
de indefinición.[1]


Introducción

Sostiene Freud en el prefacio a la primera edición de La interpretación de los sueños que “la comunicación de mis propios sueños implicaba inevitablemente someter las intimidades de mi propia vida psíquica a miradas extrañas, en medida mayor de la que podía serme grata y de la que, en general, concierne a un autor que no es poeta, sino hombre de ciencia”.[2]
Lucas Soares está investido por ambas cualidades: metódico y analítico como hombre académico, se permite la abundante impudicia de la poesía. Con valentía, no duda en desplegar en sus textos una delicada yuxtaposición entre citas e intertextualidades de procedencia libresca; giros y recursos líricos, y, a su vez, un registro amplio y amable que incorpora el remanente del lenguaje.
Podría pensárselo –a mi criterio, erróneamente– como un autor que se mantiene al margen de la discusión entre el pensar académico y el sentir popular –como categorías rígidas e inconciliables–; sin embargo, Soares va más allá y la trasciende. Genera una síntesis que conserva lo negado por cada posición, y así, no sólo impurifica los discursos sino que se constituye como amalgama superadora.


I.                   El río ebrio: la adulteración del río de Heráclito


La enfermedad del padre no es grave: pero el padre está como fuera del mundo, abandonado a una especie de misteriosa haraganería: convertido en niño por la enfermedad y el dolor, que en algunos momentos es insoportable y en otros cede. En todo caso, una obstinación oscura e invariable lo domina, casi a pesar de él mismo, en los ojos que buscan: el deseo de salvarse.[3]

Si bien Soares ya se preguntaba por las vinculaciones entre filosofía y literatura (directa o lateralmente), y escribía al respecto[4], se arrojó a la palestra poética en el año 2005 con El río ebrio.[5] Parecería que la clausura simbólica de la muerte del padre lo inaugura como poeta.
En El río ebrio, los poemas narran una historia: la muerte del padre y sus consecuencias. No son, sin embargo, poemas narrativos. La historia se hace presente en el incesante camino de las secuencias que fluyen con el río. Aunque detener la corriente no es posible, y lo que allí cae pasa y se pierde, en El río ebrio hay una permanente reiteración de conceptos, a través de pequeñas –y determinantes– variaciones de la imagen presentada en cada poema, que demora un poco esa pérdida. No se trata de un mero recurso formal sino que hace al fondo: subvierte la idea del río como constante devenir e intenta reiterar, al menos por un instante, los momentos que indefectiblemente se irán con la corriente. Es entonces en la ebriedad del río donde radica la clave del libro: un río que, corrido de su propia naturaleza efímera, por obra y gracia de una borrachera existencial, se reitera en meandros obsesivos que repiten el recorrido de su cauce, lo demoran, y obligan a las aguas a pasar una y otra vez por el mismo lugar.
Habría una adulteración del río de Heráclito. En este sentido, el recurso de la reiteración –que no se da solamente en la lógica de cada poema (entendido como fragmento) sino entre poemas (es decir, entre fragmentos)–, nos brinda una interesante posibilidad de comparación con el estilo del filósofo presocrático. Charles Kahn sostiene que el estilo oracular de Heráclito posee, como una de sus dos características fundamentales, la “resonancia” entre fragmentos; es decir, una relación entre fragmentos por la cual un único tema o imagen verbales se repite de un texto a otro, de modo tal que el significado de uno se enriquece cuando se los entiende conjuntamente.[6]
En Soares, cada reiteración resignifica el fragmento (poema) anterior y le otorga al lector la posibilidad de apropiarse de la imagen y empatizar con dicha representación y el afecto que acarrea. Durante el breve instante en que se torna posible asir la imagen, y observarla como a una fotografía que inmoviliza el devenir, el lector tiene tiempo para posicionarse frente a ese sentimiento. Entonces, aunque todo vaya a perderse fatalmente en la corriente, aún queda la esperanza de que las aguas del río ebrio vuelvan a pasar por allí en un próximo poema (fragmento). Así:

Donde hoy perdí / tu reloj / después de darlo vuelta / para escuchar / los tics / de tu dolor / que llevaba / sin darme cuenta / cuando las agujas / de este olvido / me marcaron / la hora / en que perdí / tu reloj.

Se articulan tres sentimientos: el que propone la imagen, la esperanza de conservarla y el definitivo fracaso. En este último habita la mayor belleza de los poemas: el hecho de que el intento de adulterar la naturaleza del río finalmente fracasa y expone la imposibilidad que tiene el lenguaje para recuperar aquello que se dice. Esa imposibilidad última de detener la corriente, de sostener la vida, es la del lenguaje para decir realmente las cosas.
Por otra parte, toda la carga teórica que se vislumbra en el libro convive –como conviven los peces con las piedras y la mugre en un río– con lo banal, insistente y burocrático de una muerte:

El reflejo de la muerte / en la escalera / de un velatorio / y el sueño mecánico de tu rostro / de tu hablar y de tu caminar / detenido / donde me veo / caminando.

Se observa, ya en este libro inaugural, un ir y venir entre la abstracción de los pensamientos y la testarudez de los hechos, que se manifiesta también en un movimiento pendular entre registros, lo que proyecta una poética anfibia que hace tanto de lo lírico como de lo coloquial su hábitat natural.


II.                Mudanza y Roña: el cambio y el lenguaje


Como que todo
lo de la tierra
es imitable     
              su trazo, personal e impersonal
parte de que todo
es uno.[7]

En Mudanza,[8] el autor se aleja de la ambivalencia de registros y parte de uno más directo para proponer un universo preadolescente de mudanzas (físico-espaciales en paralelo con las afectivas), reconstruidas a partir del íntimo soliloquio del yo lírico en el acontecer de los sucesos cotidianos. Aparece en este libro una voz con un gran deseo de nombrar y de ordenar, a la manera de los antiguos, las cosas que suceden. Es un yo poético que observa su situación y “las huellas que sobre la realidad fue dejando el paso del tiempo”.[9] La realidad cambia, es mutable, y parece que el yo lírico aprende que solo puede sostenerse en la mutabilidad a partir de sí mismo y del lenguaje.
Aparece, también, la pregunta. La utilización del lenguaje poético como un modo de exponer la falta de certezas. Pizarnik dice, en una reseña a El ojo de Alberto Girri, que este poeta pregunta mucho desde sus poemas: “Está bien que así sea. No es cierto que la poesía responda a los enigmas. Pero formularlos desde el poema es develarlos, es revelarlos. Sólo de esta manera, el preguntar poético puede volverse respuesta, si nos arriesgamos a que la respuesta sea una pregunta”.[10] Así:

El eco de esa pregunta del tao / que tanto te gustaba escuchar / ¿cómo sabré la manera / de mirar por el mundo? / De aquí / desde una cama cucheta.

En un momento en que todo cambia (pensemos en un preadolescente que se muda a una nueva casa y a un nuevo cuerpo casi a diario), la poesía es la tierra menos pantanosa. El yo lírico está y no está en cada momento que expone. Y es sólo cuando se aleja, cuando se abstrae, cuando se ensimisma en el lenguaje, que logra calmarse. Frente a la inconstancia de la realidad, hay algo que le pertenece y le permite pensarse auténtico frente a ese modo inauténtico de estar: el lenguaje poético.
Este libro perfectamente podría haber tenido de epígrafe la tan citada frase de Heidegger: “El lenguaje es la casa del ser. En su morada habita el hombre. Los pensadores y poetas son los guardianes de esa morada”.[11]
La búsqueda de autenticidad en medio de lo mutable se logra a través de la poesía, abriendo la existencia a lo originario. Dice Ferrater Mora: “Frente (al) modo inauténtico, la autenticidad parece consistir no en el habla, ni siquiera en ningún lenguaje, sino en el ‘silencio’, en el llamado de la conciencia. Pero este modo existenciario de considerar el lenguaje en Heidegger se transforma en un modo propiamente ontológico cuando el lenguaje es visto como el hablar mismo del ser. El lenguaje como un ‘poetizar primero’ es el modo como puede efectuarse la ‘irrupción del ser’”.[12]
Detrás de esta voz mucho más coloquial, y de los ámbitos más cotidianos a los que hace referencia, es posible observar las indagaciones de carácter filosófico veladas o recubiertas por el mayor espesor que adquiere en el libro ese registro amable.

En Roña[13] se sostiene, en menor medida, esa indagación interior, y también la fuerte impronta de la experiencia personal, de un modo cada vez más accesible y menos solapado. Dice el checo Jan Mukařovský:

Nos encontramos en una situación realmente paradójica. El crítico, apenas se pone a meditar seriamente acerca de una obra, intenta averiguar hasta qué punto el artista describe en ella sus vivencias, expresa su personalidad, revela su ‘privatissimo’ psíquico. El artista, cuando se le hace una pregunta referente a su obra, se siente obligado a hablar de los elementos subconscientes de su creación, sobre su vida sentimental, etcétera, confiando absolutamente en el valor de la personalidad y el alcance general de cada estremecimiento más mínimo de la misma.[14]

La peculiaridad de Roña se halla en constituirse como el punto más ligado a lo popular (situación explicitada desde el mismísimo epígrafe de Alberto Migré) en las oscilaciones voluntarias del autor. Quizá en ser, también, una escritura liberadora. Este libro, visto a la luz de toda la obra del autor, puede considerarse apropiado para la discusión acerca de si el impacto de la imagen poética es menor o no cuando la distancia entre ella y el tipo de registro utilizado aumenta, producto de su propia complejidad. Discusión que, una vez más, Soares trasciende y supera, mostrando con destreza que el uso auténtico y hábil de cualquier tipo de registro –incluso su más intrépida combinación– puede resultar en una obra poética.


III.             El sueño de las puertas y El sueño de ellas: el recorrido de lo onírico

En El sueño de las puertas[15] del 2006 (libro anterior a Mudanza y Roña), el autor se inmiscuye en una temática de extenso recorrido literario: los sueños. Como contracara de Roña, El sueño de las puertas es el libro más críptico y litúrgico del autor.
Se estructura a partir de dos epígrafes de la Odisea y de la Eneida que refieren a la existencia de dos puertas que rigen el sueño: la puerta de marfil y la puerta de cuerno, siendo la primera aquella a través de la cual transitan, en palabras de Penélope “los (sueños) que engañan portando palabras irrealizables”, y la segunda aquella a través de la cual transitan “los que anuncian cosas verdaderas cuando llega a verlos uno de los mortales”.
Escrito en una prosa poética, el libro propone el recorrido de un sujeto total a través de extrañas imágenes y lagunas oníricas que generan una atmósfera de laberinto mitológico. En él pueden encontrarse cosas ciertas y cosas inciertas, algunas desvirtuadas metafórica y metonímicamente, otras que de verosímil sólo tienen el semblante. Como Penélope, el autor teje un espeso entramado de confusión entre lo real y lo aparente, la realidad onírica y la (ir)realidad de la vigilia. Es interesante cuanto menos postular la relación que guarda, a su vez, con las dos vías –¿o tres?– propuestas por la diosa en el poema de Parménides.
Es un libro inquietante (no en balde Diana Bellessi lo define en la contratapa como un “libro extraño”) y polimorfo que dialoga perfectamente con las delicadas intromisiones que la literatura ha tenido con ese “orbe intemporal que no se nombra”, del que Borges regresaba con “hierbas de sencilla botánica / animales algo diversos / diálogos con los muertos / rostros que realmente son máscaras, / palabras de lenguajes muy antiguos / y a veces un horror incomparable / al que nos puede dar el día.”

Finalmente, el autor presenta, en el año 2014, El sueño de ellas.[16] En este libro, se reitera en la temática del sueño pero con un trabajo diferente: el tejido onírico ahora tiene tres sujetos definidos: Noe, Pola y Li. Elige, a diferencia de en El sueño de las puertas, una estructura menos prosaica, ya que la poesía, en palabras del propio autor a Mariana Kozodij, “se adapta mejor que la prosa a la extrañeza y a las lagunas inherentes a los sueños, porque la poesía es –entre sus múltiple e imposibles definiciones– un arte de la elipsis y de los espacios en blanco”. Lo inquietante ahora es la aparición oscilante de una cuarta voz –una suerte de narrador– que observa los sueños y pensamientos de las tres mujeres y construye un mundo onírico-poético entre ellos. Hilvana los tópicos insinuados por cada una de las tres diferentes voces y pergeña una ligazón. No importa cuánto hay de sueño o de pensamiento despierto en el divague de las voces (al fin de cuentas, como diría Macedonio Fernández, “no toda es vigilia la de los ojos abiertos”) sino que la presentación de las imágenes –como si fueran pequeñas anotaciones intervenidas– arma el bloque onírico-poético que instrumenta el libro. Así, las diferencias entre Noe (“Noe escribe de manera compulsiva / para que le duela menos la única / imagen que conserva de su padre: de niña / bailando Queen para él”), Pola (“Como ese aleteo fuerte / que hacen las gaviotas / para después planear / sin resistencia por el aire / así le gustaría a Pola / hendir su mundo privado”) y Li (“Fiesta en un gran salón / evidentemente yo era lesbiana / porque de a una se me empezaban a acercar / mujeres de todas las edades / que me llevaban de la mano a un cuarto / hasta que ya nadie sabía / lo que podía un cuerpo”) son igualadas por una invulnerable similitud: todas sueñan.

La poesía de Soares, por cualquiera de sus vías, llega al mismo destino: una delicada mostración del universo humano.

                                                                               
                                                                                                          Facundo D'Onofrio.                                            



[1] GODARD, J-L., Historia(s) del cine, Buenos Aires, Caja Negra, 2014, pág. 69.
[2] FREUD, S., La interpretación de los sueños (Die traumdeutung) [1900], en Obras Completas, Buenos Aires, Siglo Veintiuno editores, 2012, tomo I, pág. 343.
[3] PASOLINI, P.P., Teorema, “¿Puede un padre ser mortal?”, trad. de Enrique Pezzoni, Buenos Aires, Sudamericana, 1970.
[4] Ver Soares, L., Anaximandro y la tragedia. La proyección de su filosofía en la Antígona de Sófocles, Buenos Aires, Biblos, 2002.
[5] Soares, L., El río ebrio, Buenos Aires, Paradiso, 2005.
[6] Ver KAHN, C., “On Reading Heraclitus”, en The art and thought of Heraclitus, an edition of the fragments with translation and commentary, Cambridge, Cambridge University Press, 1979.
[7] GIRRI, A., “Hokusai”, en 200 años de poesía argentina, Buenos Aires, Alfaguara, 2010. Poema originalmente publicado en Homenaje a W. C. Williams, 1981.
[8] SOARES, L., Mudanza, Buenos Aires, Paradiso, 2009.
[9] BOSSI, O., “Episodios de una vida lejana”, Hablar de poesía, nº 21, mayo 2010, pág. 285.
[10] PIZARNIK, A., “Alberto Girri: El ojo”, Sur, nº 291, 1964, pág. 87.
[11] HEIDEGGER, M., Carta sobre el humanismo, Madrid, Alianza, 2000.
[12] FERRATER MORA, J., “Lenguaje”, en Diccionario de filosofía, Barcelona, Ariel, 2004.
[13] SOARES, L., Roña, Bahía Blanca, Vox, 2013.
[14] MUKAŘOVSKÝ, J., “La personalidad del artista” (conf. en Mánes, 1944), en Escritos de estética y semiótica del arte, Barcelona, 1977.
[15] SOARES, L., El sueño de las puertas, Alción, Córdoba, 2006
[16] SOARES, L., El sueño de ellas, Buenos Aires, Bajo la luna, 2014.

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