Una historia del lenguaje
Sobre la poética de Rita Gonzalez Hesaynes
“En el principio
era la acción”[1]
Introducción
Cuando
la primigenia partícula se materializó en el tiempo –con causa impensable– y
liberó una cascada de reacciones que pluralizaron al ser, nadie ni nada estaba
allí –suponemos– para darle palabra. Conjeturamos, prisioneros de nuestra única
y posible lógica de especie, que miles de millones de años se desplegaron sobre
esas coordenadas hasta que el ser tuvo, finalmente, lenguaje. No fue sino con
este enorme y nuevo misterio que pudo comenzar a inferir su propio nacimiento.
Más aun, saberse existente. De allí que los antiguos griegos pensaran que el
lenguaje es el lenguaje del ser. Diremos que la Historia –su dudosa explosión
iniciática, su volátil polvo cósmico, la gemela hermandad de las galaxias, la
formación de esferas planetarias, el planeta Tierra, con sus placas tectónicas,
el desdoblamiento de sus continentes, el último antepasado común universal que
habitó su suelo, el protobionte, los protozoos, los organismos invadidos por
endosimbiosis, el Adán que creímos libre de intertextualidad, las guerras, la migración
constante de familias acechadas por familias, las mitologías, las teologías, la
filosofía y la ciencia, el veneno traidor de los reyes, el capital, los perros,
el hemisferio que resiste y el que oprime, la conjetura por la que hablamos de
un principio– es, entonces, la Historia del lenguaje.
El
camino que pretendemos trazar hacia ese primitivo punto convergente, en el que
fijamos el origen, sólo nos es posible por un suceso millones de años posterior:
la palabra. La Historia no es más que la Historia del lenguaje que fue
yuxtaponiéndose, reescribiéndose como en un palimpsesto, o como las palabras
garabateadas sobre un vidrio empañado –unas sobre las otras–. ¡Oh mitocondria![2],
escrito con la preciosa atemporalidad del arte, absolutamente exento de modas y
tendencias, es una renovada pregunta sobre esta historia; pregunta que nos es
posible pero cuya respuesta nos excede como especie.
Con una lírica sorprendente y arrasadora, el
libro de Rita Gonzalez Hesaynes condensa elementos elegíacos, épicos, idílicos
y miméticos para proponer un escenario totalizador donde converja por un
instante todo aquello que es, fue y será, subvirtiendo la operatoria progresiva
del tiempo, permitiéndonos asir pasado, presente y futuro de todo lo que existe
–y haciéndonos parte– en el transcurso revelador de un poema.
Así,
en “Hidra”[3]:
“(…) cuando llueve se vislumbran anotaciones viejas
/ números telefónicos garabatos mellizos / trazos que imitan ojos y sus ácidos
nombres / un universo poblado de serpientes / de epigramas de audaces
logaritmos / de camaradas de armas y padres legendarios / hay que escribirlo todo
/ hay que tartamudear sobre los vidrios gruesos / hay que sobreescribir el
universo / desde un ojo de buey o cápsula de oxígeno / es necesario eliminar las transparencias / emprender
el camino hacia el objeto / convertirse en pasantes que levantan la vista hacia
las nubes / o inversamente abrazar la pecera con orgullo / proclamar la
opacidad a todas voces / criptografiar con rabia / trazar líneas con las uñas
los pelos los fieles incisivos / la hidra se desliza devorándolo todo /
multiplicándose una y otra vez / la hidra que soy yo o acaso lo sensible / la
hidra emperatriz que me atraviesa / destilando un veneno siemprevivo (…)”.
Poesía
cuántica: la cuestión de fondo y una mirada desde Wittgenstein
Uno
de los principios que arroja la física cuántica sostiene que ninguna partícula
elemental constituye un fenómeno hasta su registro. De alguna manera, ese
segundo momento en que ocurre la observación y el consecuente registro crea al
fenómeno observado como existente. El observador y el fenómeno son parte
intrínseca del mismo sistema. Ese juego de tiempos invertidos, en el que lo que
ocurre después significa a lo acontecido primero, es el uso del lenguaje que
realiza la voz poética de ¡Oh
mitocondria! para significar a todo aquello que no tiene palabra o que
incluso existió previo a su aparición. Al decirlo, lo crea. Es su modo de hurgar
en lo no dicho de la especie y en lo no dicho del ser en su totalidad.
El
poema “En el laboratorio” es un acabado ejemplo de este sistema cerrado de
mutua observación donde el otro fenómeno no existe hasta que lo observo. La voz
poética se inmiscuye en el pormenor invisible de un protozoo que observa al ojo
desde el que es observado y esa imagen espejada es el gran salto poético: la
hermandad con el paramecio, libre en el infinito espacio de la placa de Petri
que lo encierra, sometidos ambos –mutuos observadores– a una extraña
contemporaneidad:
“Dice el biólogo: / El microscopio me acerca al
paramecio / las algas azulverdes / una comunidad entera de bacterias / que en
la placa de Petro saludan a mi ojo / Dice el protozoo con su voz silenciosa: /
Por el microscopio veo, pequeñísimo / un disco que se abre y que se cierra /
que me contempla y acaso me comprenda / como un hermano separado al nacer / a
quien reencuentro tantas eras después / tantas mitosis”[4]
Detrás
de la poesía de la autora van reptando teorías filosóficas y científicas, como
meros discursos descriptivos que quedan detrás, rezagados. Pienso, por caso, en
el postulado de Wittgenstein de que los grandes problemas filosóficos son en
verdad producto del mal uso del lenguaje. Pienso, también, en los procesos
dialécticos hegelianos aplicados al devenir del universo. No es propósito de
este comentario ahondar en dichos pensamientos pero sí detenerme en dos ideas
que, en conjunto con el principio cuántico planteado al inicio, pueden dar
cuenta del funcionamiento de la poética de ¡Oh
mitocondria! Dicen: “Los límites de mi lenguaje significan los límites de
mi mundo”[5] y
“Lo inefable (aquello que me parece misterioso y que no me atrevo a expresar)
proporciona quizá el trasfondo sobre el cual adquiere significado lo que yo
pudiera expresar”.
Propongo, entonces, un arrebato de estas ideas
del campo de la lógica y su aplicación al sistema poético de ¡Oh mitocondria!: verso tras verso, el
yo lírico del libro nos muestra escenarios más vastos que se multiplican en
incalculables raíces viajeras hacia pequeñas poblaciones subterráneas contenidas
en ellos y, a la vez, hacia mundos más grandes que los contienen, en un
ejercicio de repliegue y despliegue de la palabra que nos lleva de las narices a
límites que no llegan nunca: los límites del lenguaje del yo lírico no existen,
por lo tanto tampoco los límites de su mundo. ¿Cuál es el mundo que nos muestra
este libro? El más amplio y maravilloso al que su propio lenguaje quiso acceder.
Y eso es mucho.
Así,
en “Los reinos subterráneos”:
“Es la mosca más grande de este mundo, exclamaste /
Es un abejorro, contesté / quedándome más quieta que el cadáver del bicho / en
medio del paraje polvoriento / Todo estaba cubierto de voraces hormigas /
moviendo sus mandíbulas monstruosas, sus
patas formidables / sus abdómenes
dóciles al peso del trabajo / Ninguno de los dos quiso decirlo / pero habían ya
acabado con el pueblo / Bajo el esqueleto irreversible / de las casas, criaturas
y caminos / yacía una nueva Atlántida , sede de arquitecturas / intrincadas y
una flora exultante, naturaleza viva / en la bóveda imperial del hormiguero
/Muy pronto las hormigas se llevaron también el abejorro / y ese par de
colillas que dejamos, a modo de rescate / por nuestros cuerpos que hierven aún
contra los soles”
Lo
que queda afuera –lo que excede a la palabra– también es mostrado, en silencio,
para significar todo lo anterior. Aparece la sensación de que aquello que no se
dice es una elección, no una imposibilidad. De allí que produzca un sentimiento
totalizador, de estar accediendo, con la lectura, a confines insospechables, a
realidades que se superponen unas a las otras, como reescrituras que arman un
texto definitivo, un palimpsesto universal.
En
este sentido, encuentro relaciones con Los
juegos peligrosos[6]
de Olga Orozco. Ese permanente ir y venir entre mundos, la enumeración de
imágenes perturbadoras, el largo aliento, un decir misterioso, la musicalidad,
la sabiduría.
A la manera de los primeros versos
de “La cartomancia”: “Oye ladrar los
perros que indagan el linaje de las sombras / óyelos desgarrar la tela del
presagio”. Ese tono de advertencia, de inminente aparición de algo
inquietante los acerca.
Poesía
ontológica: la cuestión de la forma y el tema de la tradición occidental
Sostuve
en la introducción que ¡Oh mitocondria!
estaba escrito con la preciosa atemporalidad del arte. El yo lírico no parece
dialogar con sus contemporáneos ni con las temáticas de moda. Tampoco pretende
discutirlas. El tema de la contemporaneidad en este libro es un hecho de
desborde: el yo lírico carece de contemporáneos en sentido estricto puesto que
todas las generaciones de escritores lo son. No es menos contemporánea Safo que
Goethe; ni más contemporáneo Blatt que Lorca, porque la naturaleza de la poética
puesta en juego es de carácter ontológica: es una poética que se pregunta por
el ser, es una poética que utiliza la expresión máxima que el lenguaje le ha
dado al ser: preguntarse por sí mismo. Esa pregunta aparece como una presencia
ominosa que inquieta cada verso.
No
por eso es menos verdadero que el lirismo de la autora agita las aguas de
cierta tendencia prosaica que aún persiste en la poesía actual y pone de
manifiesto, por el peso irrefutable de la diferencia, toda una declaración de
principios sobre el lenguaje poético y el verdadero hacer de la poesía.
Otro
hecho de desborde del libro es su ensamble en la concepción más amplia del
sentido de tradición. Ante la pregunta –ya inevitablemente borgeana[7]–
por la tradición, ¡Oh mitocondria!
responde con su universalidad. Las hebras de su tejido se expanden hacia
multitudinarias direcciones para abarcar, al paso consistente de esa conquista,
diversas expresiones del canon, que esperan –cada una en su lugar, con su
modesta pólvora– un texto fundamental que las incluya.
Es
esta deliberada desaparición de los límites espacio-temporales (por la magnitud
de la pregunta y por la espectacularidad de la forma) la que provoca al lector
esa sensación de estar enfrentándose a una totalidad. La prodigiosa industria
de la poética de Rita Gonzalez Hesaynes consiste en desbordar al lenguaje de
las tibias construcciones de un presente anecdótico y local y proponer,
entonces, un salto hacia lo universal –quizá la más maravillosa cualidad del
arte.
Sino
observemos, por caso, esta definitiva declaración de amor:
“Yo conozco esa forma de apoyarse en el aire / de
perderse entre los edificios / Nos hemos cruzado alternativamente / en sueños
recurrentes, en comparaciones / Te reconocería debajo de los puentes / al filo
de la lluvia, de la rabia, de los santos estigmas / Te reconocería en cada una
de mis marcas / en cada ejemplar de mis cuervos de caza / Detrás de cada boca
que toco o desdibujo tu tristeza me aguarda / detrás de los estantes
polvorientos proliferan tus nombres / Estás encadenado a todas mis quimeras
/ a todas las versiones de mi obsesión
suprema / Como las especies migratorias / tu belleza proviene de países
extraños / tu exobelleza meridiana / tu exosilencio que se duerme a mi costado
/ que despierta sujeto a mi pelo de medusa / Dentro de mí reside la sed de
vislumbrarte / de resquebrajarte / de que seas símbolo y nada más que símbolo /
A veces coincidís con mi cuerpo incendiario / con la pendulación de mis deseos
/ Tu escasez me conmueve / tu inmanencia / los vasos comunicantes que nos
delimitan / el contemplarte en medio de tanto desamparo / y nuestra sombra
única que revolotea en torno a los eclipses y sonríe”[8]
Facundo D'Onofrio.
[1] GOETHE, W., Fausto.
[2] GONZALEZ HESAYNES, R., ¡Oh
mitocondria!, Añosluz editora, Buenos Aires, 2015.
[3] “Hidra” en GONZALEZ HESAYNES,
R., ¡Oh mitocondria!, Añosluz
editora, Buenos Aires, 2015.
[5] El original: “Die grenzen meiner Sprache
bedeuten die grenzen meiner Welt”, WITTGENSTEIN, L., Tractatus Logico-Philosophicus. Ver ALBANO, S., Wittgenstein y el
lenguaje, Quadrata, Buenos Aires, 2006.
[7] Ver, en este sentido
BORGES, J. L., Discusión, “La
supersticiosa ética del lector”; “El escritor argentino y la tradición”,
Alianza, España, 1998 y BORGES, J. L., Otras
inquisiciones, “Sobre los clásicos”, Emecé, 2005.
[8] “Las especies
migratorias”, en GONZALEZ HESAYNES, R., ¡Oh
mitocondria!, Añosluz, Buenos Aires, 2015.