La
isla del poema
Sobre
la poética de Aixa Rava
“¿Recuerdas la
estación, de noche, llena
de adioses últimos, de
mal contenidos llantos
que la partida del tren
atestaba?
Allá al fondo una
trompeta tocaba
su adelante;
y tu corazón, tu
corazón se congelaba”[1]
Introducción
Acaso
la mítica primera vez en que me sentí trasladado, en mente y en cuerpo, a
lugares desconocidos, fue al leer Los
perros ladran[2]
de Capote. Esas pequeñas crónicas no me instruyeron en la geografía de paisajes
ni en la franca historia de tierras ignoradas sino que, por virtud de su arte,
me transportaron, como en una nave de ciencia ficción, a inhalar el aire
esencial de esas latitudes: el decir original de su gente, la implicancia
natural del ambiente a la hora de planear un juego, las mentiras con las que
expresan el amor, el sufrimiento del que huye o se queda.
El
poemario Barda[3],
de Aixa Rava, me ha devuelto a esa experiencia primigenia. Como una continuidad
de mi espacio de lectura, se sucedieron los infortunios de una infancia en el
hielo, la alianza mala entre la nieve y la sombra, la sal errática del viento
arañando la carne, el sudor inexistente, la lentitud de las orcas
descomponiéndose bajo las empinadas laderas de un fiordo y, repentinamente,
como si la nave aquella siguiera funcionando, apareció ante mí el verano: la
piel fortaleciéndose al sol, el ruido de una mano niña hurgando masitas en una
lata, las flores, el contacto desnudo con el suelo, la libertad posible a la
luz del día, el rumor de lecturas haciendo mella en una joven lectora.
Es
que Barda se mueve al ritmo de un
péndulo veloz entre dos extremos: el áspero tránsito de una infancia en la
Tierra del Fuego de los ochenta, por un lado; y los veranos reparadores de
Santa Fe, por otro.
El
decir de la infancia
No
reviste demasiada novedad decir que la infancia es uno de los grandes temas de
la literatura –del arte en general– y que de ella se extraen elementos
constitutivos de la obra de variados autores. Tampoco es noticia manifestar que
gran parte de la poesía contemporánea ha tomado a la infancia como la fuente de
imágenes, sucesos y anécdotas por excelencia y que muchos han hecho de ella la
matriz sobre la que se erige toda una estética.
Al
describir a Barda como un poemario
autorreferencial que nutre su estructura de esos movimientos elípticos y
pendulares de la infancia, un lector apurado podría incluirlo dentro del
variopinto reino de poemas que se proponen decir la infancia a partir del
propio peso de las anécdotas allí acontecidas, vistas a través del emotivo
cristal del recuerdo. Sin embargo, cometerían –entiendo– un grave error. No hay
en Barda apenas una aspiración de
presentar el escenario autorreferencial como fin, ni un afán de verosimilitud
que obligue a prescindir de cualquier otro recurso poético que perturbe la
limpieza de la escena. Muy al contrario: Barda
es un hecho estético construido a partir de la elaboración discursiva del
propio pasado, atendiendo a la musicalidad, a la belleza de las palabras, a la
reconstrucción de la propia vida como literatura poética en su sentido más
elevado y no en una austeridad fundamentada en la limpieza o la conservación de
la imagen evocada tal como fue o el autor la recuerda.
Ante
las cuestiones de ¿cómo decir la infancia?, ¿cómo hacer poesía del propio
pasado?, Barda es un puerto seguro al
que recurrir para encontrar algunas interesantes consideraciones.
En
primer lugar, el yo poético de Barda
no narra. Es decir, no arma en el poema un segmento o semirrecta narrativa en
los que aparezca un punto desde el que se deshilvana el recorrido de una
historia hasta encontrar un final –cerrado o abierto– vislumbrado con el correr
de los versos. El yo poético reconstruye emociones, climas, percepciones
propias o entrevistas en otros para presentar, de ese modo, un primer escenario
poético, embellecido luego por una retahíla de imágenes de distinto tenor
lírico que funcionan como amarras: aquí te quedas, lector, descubriendo los
pormenores de esta isla. Cada poema es una isla, con su propia flora y su
propia fauna, y su atmósfera nebulosa. Recién después de recorrer la fronda, desandar
la niebla y medir al resto de los habitantes de esa tierra, el lector podrá ver
al yo lírico y reconocerlo allí en su hábitat, en la magnitud de esa infancia
que recuerda.
Así,
observamos el poema inicial:
“La
luz rodea el verano en el recuerdo, / aquí la sombra deambula con los niños; /
entre turderas y fiordos, los glaciares / hacen que el hielo se vuelva un
enemigo // En esta isla, la sangre se congela, / la piel se raja, la voz se
hace chillido; / y hasta las bestias, las plantas, los caminos / creen que la nieve
es ajena al paraíso.”
Como
se observa, en la elección de las imágenes, en el cuidadoso ritmo de las frases,
en la aparición dichosa de la rima, hay una presentación del escenario y de las
sucesivas historias que suceden junto a la historia, junto a la imagen
anecdótica que pretende instaurar al yo lírico en su infancia. No hay
narración. Hay una lógica poética, por momentos onírica, afín al verdadero
ejercicio: el recuerdo.
Así,
en la última estrofa de ese poema inicial:
“La
isla para el niño es una cárcel / con gaviotas, nutrias y orcas muertas, / un
exilio, un castigo, una venganza, / que en el sur de estos pies dejó su huella.”[4]
La
forma y el contenido guardan un íntimo sentido. Es decir, hay una verdadera
elección formal que constituye y resignifica el contenido y permite que el
lector no se siente a escuchar una historia escrita en verso sino que se suba a
esa nave –que conocí con Capote– y descienda en el epicentro del poema. Allí,
para inhalar a su merced la totalidad de la atmósfera, la totalidad del
recuerdo.
En segundo lugar, el despliegue de recursos
poéticos de Barda me permite otra
consideración: la aparición de los otros. Resulta evidente que, al recordar,
siempre estamos interferidos por recuerdos de otros, por las inintencionadas
intromisiones del resto. En Barda se
manifiesta esa dinámica y se oye el susurro de ese incesante “nosotros”. El yo
lírico sabe que no pierde protagonismo por permitir libremente esa intrusión.
Al contrario, se enriquece. Mamá, Tatung, “ellos”, el “tú” del beso.
Así,
por ejemplo:
“Cuando
viniste, Tatung, / yo era muy chica / –no sabía que eras vos la que después
fuiste. / Quería estar sola con ellos / para siempre / y llegaste. / Después /
vinieron dos más, / mucho después, / mismo desastre”[5].
O:
“Mamá
hace pan / como yo dibujo con crayones la pared / –así de fácil / como mi
hermano ríe / desde la cuna cuando la ve / –así de natural / como si fuera
panadera / y no maestra”[6].
O,
finalmente:
“(…)
Nada importa. Todo sobra. / En tus labios el mundo se hace de agua / y por
primera vez ahogarme / me encanta.”[7]
La
aparición de esos otros en escena, a la hora del tratamiento de un recuerdo, constituyen
un yo lírico polifónico, aun sin serlo. Hay un único recuerdo y una única voz
que los evoca pero, en ese proceso, el yo lírico no está solo. Sabe que es
hablado por otros y esa voz plural, sin necesidad de decir “nosotros”,
enriquece al poema. Lo comparo con la estrategia de Norah Lange en Cuadernos de infancia[8]donde
el recorte de lo recordado sigue el mismo diseño elíptico y lúdico –como la
infancia–, solo que narrativo, fragmenta la historia en trazos precisos
permanentemente embellecidos por y en la palabra, e incurre (aquí sí de modo
manifiesto) en el “nosotras”. El recuerdo que cuenta es el suyo y la infancia
es la propia pero también, a la vez, la de sus hermanas.[9]
De
qué hablamos cuando hablamos de belleza
Las
palabras de Barda no caen nunca fuera
del universo semántico que se propone como sistema: la polisemia como guía,
presente desde el título; los dos climas contrapuestos: el encierro frío y la
libertad del verano; la incesante y misteriosa latencia de las emociones de una
niña –luego una joven– que descubre el mundo; y la acumulación de imágenes de
elevado vuelo estético, muchas veces acompañadas de rima (asonante y
consonante). Pero la verdadera belleza de todo ese entramado está dada por la
naturalidad con la que parecen manifestarse: no hay impostura o falsedad en los
recursos ni una intención de vacía o fatua rimbombancia. Se perciben como
brotes espontáneos y auténticos, eso la vuelve una poesía verdadera, por eso
hay belleza.
Dice
Vicente Alexandre: “¿Poesía es igual a
belleza? (…) Ponga usted que la poesía, más que belleza, parece cosa de
comunicación (…) No, un vocablo no es poético de por sí. No hay palabras ‘no
poéticas’ y palabras ‘poéticas’ (aunque algunas sean tan bellas). Es su
imantación necesaria lo que decide su cualificación en el acto de la creación
fiel (…) Las palabras no son feas o bonitas en la poesía. Son verdaderas o son
falsas. ¿Qué condición admira usted sobre todo de la poesía? Su
comunicatividad. La poesía es una profunda verdad comunicada. (…) Para mí el
resultado más feliz de la poesía no es la belleza, sino la emoción (…) El poeta
se comunica y esta comunicación tiene un supuesto: el idóneo corazón múltiple
donde puede despertar íntegra una masa de vida participada”.[10]
La
dicotomía entre belleza lírica o lisa y llana emoción es –entiendo– un absurdo.
Como dice Alexandre, es en la veracidad de la poesía donde se encuentra su
belleza y, entonces, la posibilidad de despertar una emoción. En el caso de Barda, ambas cosas –belleza lírica y emoción– encuentran ese origen
común: la verdadera naturaleza de la autora. No hay excesos ni simulaciones
pretensiosas. Cada palabra, cada recurso poético, responde a un impulso
verdadero. El resultado feliz, en este poemario, es el abrazo definitivo entre
ambas.
Así,
ejemplifica ese abrazo:
“(…)
Con la barcaza se aleja / mi niñez de isla” [11]
La
prueba final de que el arrobamiento más inmenso al que puede conducirnos la
poesía es la conjunción de belleza y emoción es que, aun con estilos y
contextos muy diversos, el poema de Umberto Saba que inicia este comentario y el
último fragmento citado de Barda relatan
una partida (algo que se aleja o se termina), y en ambos casos quedamos,
¡emotivos lectores!, con el corazón congelado.
[1] SABA,
Umberto, “La estación”. Traducción libre. El original: “La stazione ricordi, a notte, piena / d’ultimi addii, / di mal frenati
pianti, / che la tradotta in partenza affollava? / Una trombetta giú in fondo
suonava / l’avanti; / ed il tuo cuore, il tuo cuore agghiacciava”
[2] CAPOTE,
Truman, Los perros ladran, Emecé,
Buenos Aires, 1975,
[3] RAVA,
Aixa, Barda, Buenos Aires Poetry,
Buenos Aires, 2014.
[4] RAVA,
Aixa, “Tierra del Fuego”, en Barda,
Buenos Aires Poetry, Buenos Aires, 2014.
[5] “Una,
dos, tres, cuatro”, Ibid.
[6] “Corazón
de aire”, Ibid.
[7] “El beso”,
Ibid.
[8] LANGE,
Norah, Cuadernos de infancia, Losada,
Buenos Aires, 1994.
[9] Ver HERMIDA,
Carola, Distintas estrategias de
configuración y legitimación del yo en el discurso autobiográfico argentino
y MOLLOY, Silvia, Acto de presencia: la
escritura autobiográfica en Hispanoamérica, Tierra Firme, 1996.
[10]
ALEXANDRE, Vicente, “Poesía, comunicación” (1951) en Poesía – Prosa, Bruguera, España, 1982.
[11] “Estarse
vacía” en op. cit.