lunes, 31 de agosto de 2015

Selección de poemas de "Cada pliegue del cielo"


Selección de poemas de "Cada pliegue del cielo"


1

Toda
la civilización
en mi cuarto.
Extinta.
Hubiera sido otro el futuro.
Sí.
No.
No lo sé.

En la selva
no hay hombres
que resistan la furia.

Hubiera seguido el oficio mudo
de decir mucho
para decir así
todas las palabras.


 3

Nunca comí al limón
como se come a las frutas.
Hubo siempre un perro
al lado de mi silla.
Las dos de la tarde es una hora sospechosa
decía la abuela.
Yo salía igual a andar en bicicleta.


10

Prometí no involucrarme
en el sufrimiento
de una estrella.
Tampoco en la fiebre
que empaña el aire
cuando nace la lluvia.
Ni en el rayo que lacera
la carne estrepitosa
del desastre.
Lo prometí en el patio
vulnerado y seco
del día después
junto a un limón empobrecido
que observaba
burlón
el sinsentido de las cosas.


19

De nochecita y en verano
el patio es una sombra
que deja correr el viento.
Los helechos se humedecen
rogando
la llegada de la lluvia.

Me demora un durazno
salado como el fuego
que patina
en la dicha de su almíbar.

Por qué no arrancarle
de un tirón el presente
y absorber el jugo alegre de su vida
si el tiempo ya lo hizo
y lo hace conmigo.



Quiero para mí
cada pliegue del cielo
el infierno de sus nubes
chocando contra mí
y la tormenta
azulada negra tormenta
como un incendio de agua
ardientes gotas de fuego
empapándome
cada pliegue del cuerpo
hasta consumir
mi carne mis huesos
las cenizas
y no dejar nada
desplegado
en el suelo.


Un dibujo de Verónica - (Comentario a Verónica Pérez Arango)

Un dibujo de Verónica

                                                                     Sobre la poética de Verónica Pérez Arango.

“Velloncito de mi carne
que en mi entraña yo tejí
velloncito friolento,
¡duérmete apegado a mí![1]

En la obra poética de Gabriela Mistral se observa una preocupación obsesiva por la maternidad, expresada a partir de imágenes –directas o indirectas– relativas a la fecundidad.[2] La poeta construye, en muchos de sus versos,  un dibujo de su imposibilidad, que hiende el ámbito de los elementos físicos –la leche, el agua, las entrañas– y el de las acrobacias simbólicas en torno a la concepción.
Este tipo de experiencias no siempre aparece en la poesía de un modo tan categórico y, en este caso –por razones lógicas–, sufriente. Diversamente, en Un dibujo del mundo, Verónica Pérez Arango traza un muestrario del universo cotidiano de una vida, atravesada por la vivencia de ser madre y la necesidad de ordenar la profusión de sensaciones que ello acarrea. El yo poético nombra, organiza, clasifica, detalla momentos con la pericia de un retrato realista y, a partir de un ritmo ininterrumpido, les da movimiento, luego los desarma a su manera: les da vida. La poesía es, entonces, su modo de ordenar el mundo, tal vez su única gramática.
En este sentido, la voz poética de Un dibujo del mundo contempla los sucesos con la misma delicada distancia; sean una evocación del verano, una enumeración de dichas o la sórdida pregunta tras el naufragio. La intensidad de los versos no está dada por la experiencia fresca –no es un desahogo–, sino una elaboración meditada de la realidad. Pérez Arango no narra enlodada en la alegría ni en la tristeza sino que –ajena a ansiedades– sale del lodo, se enjuaga los ojos y recién ahí toma su lápiz y dibuja lo sucedido. Con esa suerte, puede ordenarlo en un poema.
  Así:
   “Las fotos que saco desde que soy chica mienten
la luz y el color. Todos saben que los cuerpos
                                       pueden estar adentro o afuera del choque
                                       entre las cosas. Mis imágenes registran algo
                                      que se desvanece como mi cara
                                      a medida que cambia la intensidad del sol”

A diferencia de lo explicitado en Mistral, en Pérez Arango la maternidad no es una cuestión sufriente ni una obsesión temática. Muy al contrario, es simplemente un momento de reflexión que la convoca a darle un orden al mundo: sus poemas ilustran una pluralidad de acontecimientos pasados y presentes que no se circunscriben a esa etapa. Es decir, la maternidad no es un tema, es el cristal a través del que observa. La riqueza del libro se encuentra en su multiplicidad temática, que a la vez importa un universo de lecturas posibles, lo que lo erige como un ejemplo paradigmático de lo que concibe el lenguaje poético, tal como lo explica Julia Kristeva[3]. El lector halla, así, una diversidad de voces –intertextualidades, influencias– que puede recuperar y hacerse, finalmente, de su acabada y propia percepción del dibujo que la autora propone.
Así:
                                                    “Un letargo vive
 estos días el niño. Escondido
  bajo la frazada deja el cuerpo
quieto como si ya no viviera,
                                                    los párpados pesados
           no comunican los senderos del agua
            ni alimentan las imágenes que pasan
             velozmente como caballos desbocados
                                                   que vienen a salvarlo”

El yo poético, movido por la curiosidad, intenta ordenar el mundo pero no siempre lo logra, entonces pregunta.
Así:
                                                  “ ¿Quién es quién
en este juego alguien sabe
reconocerse propio y libre
                                                      al mismo tiempo?”

Juana Roggero sostiene (en el texto leído en la presentación de Un dibujo del mundo) que “quizás sea la curiosidad una manera de seguir haciendo pie”. Quizá la curiosidad –que siempre se da como interrogación– importa una búsqueda de explicaciones, que las encuentra en el quehacer poético. Lo sorprendente de la poesía de Verónica Pérez Arango es su carácter ambivalente: no se aleja de la afamada máxima que advierte que la poesía no debe explicar sino mostrar y, sin embargo, hace ambas cosas, pero a destinatarios distintos. Su poesía –plena de hallazgos sensoriales– es una variopinta muestra para el lector pero constituye, para el yo poético, toda una explicación del mundo.
Encuentro muy valioso que esa inmanencia explicativa no se manifieste con la misma intensidad en todos los poemas sino que responda a una suerte de cadencia, de matemática interna, que calcula en qué momento y lugar exactos la aparición de la pregunta no se vuelve un desliz sino un artificio; puesto que –como bien dice Barthes– el texto no es isótropo.[4]
Para observar el recorrido de la voz poética, es importante destacar que en el año 2009, la autora publica Camping[5]. Se observa, ya en este libro, la conexión de la poesía con la experiencia personal. En este caso, el disparador es la convivencia en un camping y todas sus implicancias: la cercanía absoluta con la intimidad más elemental de los cuerpos, las manifestaciones volátiles del clima, la fugacidad de las sensaciones ante la permanente necesidad de acción. Y siempre, la incertidumbre.
Así:
     “Acá no hay música
ni luz artificial.
 Hay fantasmas.”

 En definitiva, Verónica Pérez Arango entiende al lenguaje poético como una ardua excursión hacia la incertidumbre para retornar, a cuestas, con un puñado de certezas, como si no se resignara a aceptar que, como dice Alda Merini, “Hay guerras que nosotros no vemos. / Y no sentimos en el corazón.”[6]


                                                                                                     Facundo D'Onofrio





[1] MISTRAL, G., “Apegado a mí”, Canciones de cuna, en Antología, Ed. Zig-Zag, Santiago de Chile, 1953.
[2] Ver “Presencia de la maternidad en la poesía de Gabriela Mistral” de D’ANGELO, Giuseppe, Instituto Italiano di Cultura, Bogotá, en Thesaurus, Tomo XXII, núm. 2, 1967, disponible en Centro Virtual Cervantes (cvc.cervantes.es)
[3] Ver KRISTEVA, J., “Pour une sémiologie des paragrammes” en Tel Quel, nº 29, pág. 53 y sigs., París, 1967. (“Langage poétique comme infinité”).
[4] BARTHES, R., “Isótropo” en El placer del texto, Siglo XXI Editores, segunda edición argentina revisada, Buenos Aires, 2008.  Título original: Le plaisir du texte (1978)
[5] PÉREZ ARANGO, V., Camping, Ed. Vox, Bahía Blanca, 2009.
[6] MERINI, A., “Paz (II)”, Después de todo también tú, Vox, Bahía Blanca, 2007. Traducción de Delfina Muschietti. En el original: “Ci sono guerre che noi non vediamo. / E non sentiamo nel cuore.” 

Elogio de la flor - (Comentario a Flor Defelippe)

Elogio de la flor
                                                                                
                                                                                     Sobre la poética de Flor Defelippe.

¡Oh, músculo de flor, que abre despacio
las albas de los prados a la anémona,
mientras la luz polífona en su seno
de los sonoros cielos se derrama![1]

Pasolini sostenía que “como en aquel plano-secuencia infinito que es la realidad, en el cine la narración consiste en una continuación de ‘inclusiones’ y ‘exclusiones’. Ahora, como en una película la elección es estética, se debe deducir que la primera elección estética de un director es qué debe incluir en una película o qué debe excluir”[2]. En este sentido, el libro Las malas elecciones[3], de Flor Defelippe, es cinematográfico y, con la intrepidez propia de la paradoja, la autora elige bien.
Su elección es el despojo: prescinde de los vagos rodeos formales y de las pretensiones de la pompa. Elige, en cambio, una trasmisión sin más intermediarios que los ineludibles; un lenguaje directo y poderoso que deja al lector frente a la imagen, a solas, para que se impregnen el uno del otro y se resignifiquen. Allí, espectador y espectáculo son verdaderamente libres.
Su elección por el despojo también es una elección por la exactitud: indaga hasta el hartazgo las minucias de la precisión y entiende que decir no es sino describir y que los excesos, lejos de acercarnos, nos alejan. Mejor la imagen, nítida y contundente, liberada de los oropeles del lenguaje.
En Las malas elecciones hay una permanente búsqueda de un tiempo irrecuperable para el yo poético, que solo encuentra el alivio de recordar pequeños sucesos en los que, de algún modo, está contenido todo el sentimiento de entonces.
Así, en “Los peces”:
“Ella recuerda los peces.
No recuerda el océano.
     Porque recordar el océano
                    sería contemplar el paso del tiempo.
               Y una vez afuera de la habitación
          El tiempo empieza a deformar”

Los versos suceden despacio, con la intimidad del pormenor, y nos permiten participar del recuerdo, reconstruyendo el todo desde las partes. Nos dan la libertad para asir la imagen y ubicarnos en el paroxismo de lo evocado.
La mirada del yo poético va y viene entre el pasado –idealizado– y el presente, que corrompe lo que aún queda y es, apenas, un momento en el que convergen las fracciones recordadas mientras que el resto de lo que todavía permanece va camino a desaparecer.
Así, en “Bombuchas”:
“Lo que no está se vuelve sublime
                                                   y lo que está
        se pudre”

Los poemas tienen un ritmo espeso y delicado que contrasta con lo contundente de las imágenes y nos da tiempo de asimilarlas; de estremecernos con ellas y con la mirada femenina –y dulce– que nunca empequeñece y que de ninguna manera puede considerarse inocente. Los poemas van y vienen, desordenados –¿acaso hay un modo ordenado de recordar?–, entre la nostalgia de infancia y la ausencia de alguien posterior. Ausencia que, en palabras de Borges, es la permanente presencia de lo que no está[4].
Así, en “Sueño”:
                                             “Mi sed constante
                                                         más que sed
                                             frenesí”
                                     
                             y

      “Me acordé de vos por última vez.
                                                         Lo sé por el candado,
                                                         cerrado, siempre
                                                         y por las perras mirando:
                                                       el desconcierto”

La distancia, que es tiempo, impone las reglas, y la diferencia entre lo que ocurrió y lo que el yo poético hubiera querido que ocurra es lo que entristece a esta voz que recuerda.
Así, en “Intencionalidad”:
                                            “Sigue siendo la distancia
                                             que determina
                                             la abismal diferencia
                                             entre lo que es
                                             y lo que uno quiere que sea”

Y en “Las malas elecciones”:

                                          “¿Viste cómo es?
                                           ¿Alguna vez viste cómo es
                                            dejar todo para el final,
                                            dejar todo
                                            para cuando ya
                                           es demasiado tarde
                                           para pensarte de otro modo
                                           que no sea este?
                                           Estamos solos
                                           y en soledad acechan,
                                          hechos polvo,
                                         los recuerdos que no tuvimos jamás”

En la segunda parte del libro, “Las chicas del conurbano” aparecen el ausente y el amor perdido. Ambos sentimientos –ausencia y amor– son dichos con madurez, con el aplomo de quien dejó atrás los arrebatos del despecho. Hay un tono comprensivo, propio de quien sabe que todo será un símbolo inevitable de esa falta y encuentra en la poesía su modesta protesta contra el devenir de las cosas.
Así, en “Domingo”:
                                       “Te extraño con el silencio
                                        de una ausencia requerida
                                       únicamente por las circunstancias
                                        y de nosotros nada:
                                       un cobarde devenir en pasado”

La voz no es caprichosa –no estamos en presencia de Plath– ni se divierte –no está aquí, tampoco, Thénon–; la voz es reflexiva y aun dulce, indigna al enojo.
Con justeza, el ritmo crece, como la angustia, y de pronto el desierto está allí, frente al lector, en el espacio a solas que comparte con la imagen.
Así, en “Cada una de sus consecuencias”:
“Caminé quince cuadras y en todas
                                                algo te nombra
                                                un mapa de puntos
             empecinados en recordarme que estás ahí
                  que Córdoba no será más la avenida Córdoba
                                                sino tu nombre
y cada una de sus consecuencias”

Así, en “El nudo”:
“las palabras perdidas
  el nudo en la garganta
                                                           cuando te vas
porque nunca fuimos
lo que quisimos ser”

El yo poético, mientras la ausencia duele, no se priva de homenajear a Fogwill ni de criticar el sistema nocivo que nos alimenta de mierda, ratas muertas y noticias de TN (es decir, de mierda), y en el epicentro del revoltijo y de la genuina angustia presenta su oda a las chicas del Conurbano: ¿será que ellas no se enroscan con el pasado?, ¿será que ellas se deshacen de los hombres como del cigarrillo que cansó o se acabó?
Así, en “Las chicas del Conurbano”:
“Amo
                     y envidio un poco
                                    a las chicas del Conurbano,
                  por su condición
                           emblemática, distante,
                                               hermosas, inalcanzables, guerreras,
                           chicas del Conurbano”

En Las malas elecciones se ve que el mecanismo del despojo es, a veces, una gran elección y una muestra de inteligencia.

Cinco años antes de Las malas elecciones, en el año 2009, la autora presenta Parrhesia[5], cuyo mismísimo título es un franco indicio de todo lo demás; es el anuncio flagrante de una clave de lectura.
“Parrhesia” (del griego παρρησία, que significa “decirlo todo” o “decirlo enteramente”), es un modo de hablar con la absoluta verdad en tanto manifestación de libertad pero también en tanto obligación en aras de un bien superior o común. Según Foucault: “La Parrhesia es una actividad verbal en la cual un hablante expresa su relación personal a la verdad, y corre peligro porque reconoce que decir la verdad es un deber para mejorar o ayudar a otras personas (como también a sí mismo)”[6].
El “parrhesiastes” no recurre a manipulación alguna, y no solo es sincero, sino que “dice la verdad” al punto de criticarse a sí mismo y de correr el riesgo personal y político que la pura verdad implica.
Con coherencia, la autora prescinde de discursos ornamentados y de manipulaciones formales. Sabe que quien adjetiva, miente, y lleva su compromiso con la verdad tan lejos como el lenguaje se lo permite: recurre a las vicisitudes de los hechos, a la mostración carnal de los sucesos, a un erotismo latente y doloroso (así, por ejemplo “Empty”[7]), y uno le cree, como se cree en una revelación o en la ignominiosa confesión del pecador.  
En la crudeza y en la desmesura también hay belleza –¡vaya si la hay!– e incluso la venganza es un acto de amor.
 Así, en “Tiempo”:
“y cuando vea en tus ojos mis ojos brillando,
                                         partiré a otros rumbos,
                                        para que nunca olvides la nostalgia”

Defelippe propone una nueva clave de lectura, un nuevo pacto con el lector: leer la verdad, leer a pesar del lenguaje. Y nos lleva, como diría T. S. Eliot, a ciertos límites “pasados los cuales, en una dirección, la crítica literaria deja de ser literaria; en otra, deja de ser crítica”[8].


                                                                                                Facundo D'Onofrio





[1] RILKE, R. M., Sonetos a Orfeo (Die Sonette an Orpheus), versión española de José Vicente Álvarez, Centro editor de América Latina, 1980.
[2] PASOLINI, P. P., “Tetis” (1973), en Erotismo y destrucción, 2da edición, pág. 96, Fundamentos, Colección de arte, 1998.
[3] DEFELIPPE, F., Las malas elecciones, Pánico el pánico, Buenos Aires, 2014.
[4] BORGES, J. L., “Ausencia” en Fervor de Buenos Aires: “¿En qué hondonada esconderé mi / alma / para que no vea tu ausencia / que como un sol terrible, sin / ocaso, / brilla definitiva y despiadada?” (Buenos Aires, 1923).
[5] DEFELIPPE, F., Parrhesia, Ed. Cilc, Bs. As., 2009.
[6] FOUCAULT, M., Discurso y verdad: la problematización de la Parrhesia, pág. 15 y 16, Seis conferencias magistrales dadas por M. Foucault en la Universidad de California, Berkeley, 1983.
[7] DEFELIPPE, F., “Empty” en Parrhesia, Ed. Cilc, Bs. As., 2009
[8] ELIOT, T. S., “Las fronteras de la crítica” de Sobre la poesía y los poetas, en SUR, Revista Bimestral, Nº 251, marzo y abril de 1958, Bs. As. Extracto de una de las “Conferencias Gideon Seymour”, Minnesota, 1956.

La elección del verano - (Comentario a Natalia Romero)

La elección del verano

                                                                                     Sobre la poética de Natalia Romero.


“Siempre tuve la sensación de que mi madre
moriría por nosotros, se lanzaría a un fuego
para sacarnos, el pelo incandescente como
un halo, se zambulliría en el agua, su cuerpo
blanco sucumbiendo y girando lentamente,
ese astronauta cuyo cable se corta
para
       perderse
                     en la nada (…)”[1]

El concepto de “autoficción”, presuntamente endilgado a Serge Doubrovsky, o en palabras de Enrique Solinas, el “confesionismo ficcional”, hace referencia a un género que no es patrimonio exclusivo de nuestra época. Es conocido el caso –entre tantos– de Witold Gombrowicz, con sus novelas Trans-atlántico y Pornografía y, yendo más atrás en el tiempo, el del sirio Luciano de Samosata (125 – 181 d. C.).[2] [3] [4]
Si bien la discusión en torno a las existencias de un género que transite entre la experiencia real y lo ficcional, y de una “literatura del yo”, o incluso la más amplia pregunta acerca de si realmente existe algo en el arte que no incluya –aunque escamoteada y aun subvertida– una dimensión autorreferencial, es harto interesante; y la controversia referida a si pueden aplicarse las mismas categorías al género lírico o si se circunscribe a lo narrativo –puesto que el “yo lírico” es mucho más cercano al autor–, también lo es; creo que la pregunta más importante, en cambio, es: ¿cuál es el resultado de escribir, de un modo evidente,  la propia experiencia?.
En este sentido, Nací en verano[5], es un poemario que nos responde la pregunta: el resultado puede ser una verdadera obra de arte. Pero no siempre lo será ni cualquiera puede hacerlo. Natalia Romero dice la experiencia con un precioso sentido estético que no se quiebra nunca, ni siquiera cuando la vivencia está ahí, ahí nomás, ahí cerquita, tanto que creemos que es posible hacernos de ella; y en esos paisajes melancólicos, de pérdida, donde cualquiera se rendiría al arrebato catártico, ella no lo hace: toma distancia, recurre al lenguaje salvador, aterriza en un objeto, recuerda con amor, abraza al abuelo, pregunta por su nacimiento, hace poesía.
Es gracias a esa destreza de la autora para trocar la perspectiva que encontramos luminosidad en la anécdota contada y aterrizamos, junto a ella, en lo pequeño de un objeto o nos decidimos a escalar una montaña de arena. Por eso, Nací en verano es un libro luminoso, esperanzador, que avanza con tanta velocidad que nos impulsa al movimiento, incluso en la quietud de la observación.
Así, por ejemplo, en “Trampolín”:
                                “Detenida, puedo ver hasta el aire
                                                                  sobre mi piel
                              como lo hondo de una tormenta
            que enciende el cielo
                                                                 o la estela
            del salto de un avión”

El yo poético indaga en su memoria y en la de sus seres amados para reconstruir, poema a poema, la longitud de una historia –la pérdida de su madre– que no es solamente esa historia, sino todo lo que sucedió antes y después (la mudanza, el amor, la amistad). Erige un muestrario de momentos que, mágicamente, reponen lo que falta, como si el lenguaje pudiera retornar lo que ya no está.
Así, en “Nacimiento:
  “Le pregunté a la abuela
          por el día de mi nacimiento.
       ¿Qué hacías cuando tu hija
                                                          se convertía en madre?”

Cada poema genera una empatía mayor con el yo poético y eso ocurre porque lo anecdótico de estas pequeñas narraciones –construidas como poemas– trasciende esa esfera y nos dice que más allá de los pormenores específicos de los sucesos evocados, hay un sentimiento común, compartido, que en eso somos iguales. Lo dice sin decirlo, a la manera de Lispector, y en el reino de lo no dicho, la contundencia es absoluta. Como sostenía Tristan Tzara, “La grandeza de la poesía reside en su universalidad. El poeta es grande en la medida en que el universo que lleva en sí desborda los marcos de su persona para integrarse en el mundo viviente. Él otorga a este mundo un nuevo aspecto, que, aunque conforme a su visión, responde sin embargo a una imagen común a todos (…)”[6].
Así, en “Casas”:
“Qué dirías mamá
                               si supieras que ya no tomo más café
   ni como más carne
            que lloro cada vez menos
                  que nunca volví al cementerio
           que vivo sola con mi gata
que sufro por amor
            que no estás para escuchar
        que creo haber olvidado
                                                            tus olores
                    que solo queda esa permanencia
                                                           sutil
                                                           en los objetos”

El yo poético no le teme a los lugares comunes ni elude la simpleza de las voces familiares[7]. Cuenta una historia de provincia, de conversaciones íntimas, barriales, que se detienen en llamados a la hora de la siesta, de modistas que hicieron el vestido de comunión, de nísperos en la trama del camino, de aviones que despegan, pero no lo hace para dar rodeos ni para protegerse, sino que cada poema es un pequeño relato –como bien dice Osvaldo Bossi en la introducción– que se apuntala sobre lo que verdaderamente se quiere decir.
Así, en “Papá”:
        “No sabíamos que con los años
             íbamos a vernos cada vez menos.
           No sabíamos que ibas a manejar
el auto a la casa velatoria
          la mañana en que mamá murió”

La carga emotiva que afluye a los poemas de Nací en verano no permite una lectura gratuita o despreocupada. Si bien es un libro luminoso y esperanzador (quizá el arte existe porque existe la esperanza), el lector no puede más que sucumbir ante la universalidad del sentimiento que nos hermana en este libro. En tal sentido, el título se vuelve fundamental para asir la esperanza: la autora declara nacer en verano como se declaran las cosas importantes, y no lo hace en balde. El verano, en estas latitudes, es el momento de las celebraciones, del final de un año, del comienzo de otro. Es momento de expectativas.
Así, en “Caminata”:
“El sol estalla en el suelo.
    Es el primer día del verano
         y esa es nuestra única certeza”

Quizá la poesía, a fin de cuentas, es un instrumento –íntimo e indócil– para soportar el invierno.

                                                                                   
                                                                                             Facundo D'Onofrio



[1] OLDS, S., “Las formas” en Los muertos y los vivos, (1983), Bartleby Editores, Madrid, 2006. En el original: “I always had the feeling my mother would / die for us, jump into a fire / to pull us out, her hair burning like / a halo, jump into water, her white / body going down and turning slowly, / the astronaut whose hose is cut / falling / into / blackness (…)”
[2] Ver AMÍCOLA, J., “Autoficción, una polémica literaria vista desde las márgenes (Borges, Gombrowicz, Copi, Aira), en cita online: “olivar v.9 n.12 La Plata Jul./dic. 2008”, Universidad Nacional de La Plata. Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación. Centro de Teoría y Crítica Literaria.
[3] Ver FAIX, D., “La autoficción como teoría y su uso práctico en la enseñanza universitaria de la literatura”, Universidad Eötvös Loránd (ELTE) de Budapest, Hungría, en cita online: http://cvc.cervantes.es/ensenanza/biblioteca_ele/publicaciones_centros/PDF/budapest_2013/14_faix.pdf
[4] La lista es amplia y no pueden omitirse, al pensar estas cuestiones, los siete tomos de À la recherche du temps perdu, de Proust.
[5] Romero, N., Nací en verano, Ed. El ojo del mármol, Bs. As., 2014
[6] TZARA, T., Introducción a Poèmes de Nazim Hikmet, París, 1951, citado por DE CASASBELLAS, R.,  “César Vallejo, poeta de América” (1958) en VALLEJO, C., Poemas, Antología y notas por Ramiro de Casasbellas, Editorial Perrot, Colección Nuevo Mundo, Bs. As., 1958. 
[7] Esta intrepidez ya era observable en el poemario Elijo del año 2010. Así: “En el limbo. Desde una playa, / en la raya de tus párpados. Yo. / Como si por primera vez me vieras. / Sonándome la nariz. Haciendo miguitas.” (Romero, N., Elijo, Ediciones La parte maldita, pág. 19, Buenos Aires, 2010). Así también: “Compré macetas les puse verde. / Riego las tres plantas de hojas verdes de mi ventana. / Las hojas. Migas entre tus pantalones. Pueriles vendas. / Esas que caen de mí. Estériles.” (Íbid., pág. 21).