Elogio
de la flor
Sobre la poética de Flor Defelippe.
¡Oh,
músculo de flor, que abre despacio
las
albas de los prados a la anémona,
mientras
la luz polífona en su seno
de
los sonoros cielos se derrama!
Pasolini
sostenía que “como en aquel plano-secuencia infinito que es la realidad, en el
cine la narración consiste en una continuación de ‘inclusiones’ y
‘exclusiones’. Ahora, como en una película la elección es estética, se debe
deducir que la primera elección estética de un director es qué debe incluir en
una película o qué debe excluir”.
En este sentido, el libro Las malas
elecciones,
de Flor Defelippe, es cinematográfico y, con la intrepidez propia de la
paradoja, la autora elige bien.
Su
elección es el despojo: prescinde de los vagos rodeos formales y de las
pretensiones de la pompa. Elige, en cambio, una trasmisión sin más
intermediarios que los ineludibles; un lenguaje directo y poderoso que deja al
lector frente a la imagen, a solas, para que se impregnen el uno del otro y se
resignifiquen. Allí, espectador y espectáculo son verdaderamente libres.
Su
elección por el despojo también es una elección por la exactitud: indaga hasta
el hartazgo las minucias de la precisión y entiende que decir no es sino
describir y que los excesos, lejos de acercarnos, nos alejan. Mejor la imagen,
nítida y contundente, liberada de los oropeles del lenguaje.
En
Las malas elecciones hay una
permanente búsqueda de un tiempo irrecuperable para el yo poético, que solo
encuentra el alivio de recordar pequeños sucesos en los que, de algún modo,
está contenido todo el sentimiento de entonces.
Así,
en “Los peces”:
“Ella
recuerda los peces.
No
recuerda el océano.
Porque
recordar el océano
sería contemplar el paso del
tiempo.
Y una vez afuera de la habitación
El tiempo empieza a deformar”
Los
versos suceden despacio, con la intimidad del pormenor, y nos permiten
participar del recuerdo, reconstruyendo el todo desde las partes. Nos dan la
libertad para asir la imagen y ubicarnos en el paroxismo de lo evocado.
La
mirada del yo poético va y viene entre el pasado –idealizado– y el presente,
que corrompe lo que aún queda y es, apenas, un momento en el que convergen las
fracciones recordadas mientras que el resto de lo que todavía permanece va
camino a desaparecer.
Así,
en “Bombuchas”:
“Lo
que no está se vuelve sublime
y lo
que está
se pudre”
Los
poemas tienen un ritmo espeso y delicado que contrasta con lo contundente de
las imágenes y nos da tiempo de asimilarlas; de estremecernos con ellas y con
la mirada femenina –y dulce– que nunca empequeñece y que de ninguna manera
puede considerarse inocente. Los poemas van y vienen, desordenados –¿acaso hay
un modo ordenado de recordar?–, entre la nostalgia de infancia y la ausencia de
alguien posterior. Ausencia que, en palabras de Borges, es la permanente
presencia de lo que no está.
Así,
en “Sueño”:
“Mi sed constante
más que sed
frenesí”
y
“Me acordé de vos por
última vez.
Lo sé por el candado,
cerrado, siempre
y por las perras mirando:
el desconcierto”
La
distancia, que es tiempo, impone las reglas, y la diferencia entre lo que
ocurrió y lo que el yo poético hubiera querido que ocurra es lo que entristece
a esta voz que recuerda.
Así,
en “Intencionalidad”:
“Sigue
siendo la distancia
que determina
la
abismal diferencia
entre lo que es
y lo que uno quiere que sea”
Y en “Las malas elecciones”:
“¿Viste cómo es?
¿Alguna
vez viste cómo es
dejar
todo para el final,
dejar todo
para cuando ya
es
demasiado tarde
para
pensarte de otro modo
que no sea este?
Estamos solos
y en
soledad acechan,
hechos polvo,
los recuerdos que no tuvimos jamás”
En
la segunda parte del libro, “Las chicas del conurbano” aparecen el ausente y el
amor perdido. Ambos sentimientos –ausencia y amor– son dichos con madurez, con
el aplomo de quien dejó atrás los arrebatos del despecho. Hay un tono
comprensivo, propio de quien sabe que todo será un símbolo inevitable de esa
falta y encuentra en la poesía su modesta protesta contra el devenir de las
cosas.
Así,
en “Domingo”:
“Te
extraño con el silencio
de una
ausencia requerida
únicamente por las circunstancias
y de
nosotros nada:
un
cobarde devenir en pasado”
La
voz no es caprichosa –no estamos en presencia de Plath– ni se divierte –no está
aquí, tampoco, Thénon–; la voz es reflexiva y aun dulce, indigna al enojo.
Con
justeza, el ritmo crece, como la angustia, y de pronto el desierto está allí,
frente al lector, en el espacio a solas que comparte con la imagen.
Así,
en “Cada una de sus consecuencias”:
“Caminé
quince cuadras y en todas
algo te
nombra
un mapa
de puntos
empecinados en recordarme que
estás ahí
que Córdoba no será más la
avenida Córdoba
sino tu
nombre
y
cada una de sus consecuencias”
Así,
en “El nudo”:
“las
palabras perdidas
el nudo en la garganta
cuando te vas
porque
nunca fuimos
lo
que quisimos ser”
El
yo poético, mientras la ausencia duele, no se priva de homenajear a Fogwill ni
de criticar el sistema nocivo que nos alimenta de mierda, ratas muertas y
noticias de TN (es decir, de mierda), y en el epicentro del revoltijo y de la
genuina angustia presenta su oda a las chicas del Conurbano: ¿será que ellas no
se enroscan con el pasado?, ¿será que ellas se deshacen de los hombres como del
cigarrillo que cansó o se acabó?
Así,
en “Las chicas del Conurbano”:
“Amo
y envidio un poco
a las chicas del Conurbano,
por su condición
emblemática, distante,
hermosas,
inalcanzables, guerreras,
chicas del Conurbano”
En
Las malas elecciones se ve que el
mecanismo del despojo es, a veces, una gran elección y una muestra de inteligencia.
Cinco
años antes de Las malas elecciones,
en el año 2009, la autora presenta Parrhesia,
cuyo mismísimo título es un franco indicio de todo lo demás; es el anuncio
flagrante de una clave de lectura.
“Parrhesia”
(del griego παρρησία, que significa “decirlo todo” o “decirlo enteramente”), es
un modo de hablar con la absoluta verdad en tanto manifestación de libertad
pero también en tanto obligación en aras de un bien superior o común. Según
Foucault: “La Parrhesia es una actividad verbal en la cual un hablante expresa
su relación personal a la verdad, y corre peligro porque reconoce que decir la
verdad es un deber para mejorar o ayudar a otras personas (como también a sí
mismo)”.
El
“parrhesiastes” no recurre a manipulación alguna, y no solo es sincero, sino
que “dice la verdad” al punto de criticarse a sí mismo y de correr el riesgo
personal y político que la pura verdad implica.
Con
coherencia, la autora prescinde de discursos ornamentados y de manipulaciones
formales. Sabe que quien adjetiva, miente, y lleva su compromiso con la verdad
tan lejos como el lenguaje se lo permite: recurre a las vicisitudes de los
hechos, a la mostración carnal de los sucesos, a un erotismo latente y doloroso
(así, por ejemplo “Empty”),
y uno le cree, como se cree en una revelación o en la ignominiosa confesión del
pecador.
En
la crudeza y en la desmesura también hay belleza –¡vaya si la hay!– e incluso
la venganza es un acto de amor.
Así, en “Tiempo”:
“y
cuando vea en tus ojos mis ojos brillando,
partiré
a otros rumbos,
para que nunca
olvides la nostalgia”
Defelippe
propone una nueva clave de lectura, un nuevo pacto con el lector: leer la
verdad, leer a pesar del lenguaje. Y nos lleva, como diría T. S. Eliot, a
ciertos límites “pasados los cuales, en una dirección, la crítica literaria
deja de ser literaria; en otra, deja de ser crítica”.
Facundo D'Onofrio