La elección del verano
Sobre la poética de Natalia Romero.
“Siempre
tuve la sensación de que mi madre
moriría
por nosotros, se lanzaría a un fuego
para
sacarnos, el pelo incandescente como
un
halo, se zambulliría en el agua, su cuerpo
blanco
sucumbiendo y girando lentamente,
ese
astronauta cuyo cable se corta
para
perderse
en la nada (…)”[1]
El
concepto de “autoficción”, presuntamente endilgado a Serge Doubrovsky, o en
palabras de Enrique Solinas, el “confesionismo ficcional”, hace referencia a un
género que no es patrimonio exclusivo de nuestra época. Es conocido el caso
–entre tantos– de Witold Gombrowicz, con sus novelas Trans-atlántico y Pornografía
y, yendo más atrás en el tiempo, el del sirio Luciano de Samosata (125 – 181 d.
C.).[2] [3] [4]
Si
bien la discusión en torno a las existencias de un género que transite entre la
experiencia real y lo ficcional, y de una “literatura del yo”, o incluso la más
amplia pregunta acerca de si realmente existe algo en el arte que no incluya
–aunque escamoteada y aun subvertida– una dimensión autorreferencial, es harto
interesante; y la controversia referida a si pueden aplicarse las mismas
categorías al género lírico o si se circunscribe a lo narrativo –puesto que el
“yo lírico” es mucho más cercano al autor–, también lo es; creo que la pregunta
más importante, en cambio, es: ¿cuál es el resultado de escribir, de un modo
evidente, la propia experiencia?.
En
este sentido, Nací en verano[5],
es un poemario que nos responde la pregunta: el resultado puede ser una verdadera
obra de arte. Pero no siempre lo será ni cualquiera puede hacerlo. Natalia
Romero dice la experiencia con un precioso sentido estético que no se quiebra
nunca, ni siquiera cuando la vivencia está ahí, ahí nomás, ahí cerquita, tanto
que creemos que es posible hacernos de ella; y en esos paisajes melancólicos,
de pérdida, donde cualquiera se rendiría al arrebato catártico, ella no lo
hace: toma distancia, recurre al lenguaje salvador, aterriza en un objeto,
recuerda con amor, abraza al abuelo, pregunta por su nacimiento, hace poesía.
Es
gracias a esa destreza de la autora para trocar la perspectiva que encontramos
luminosidad en la anécdota contada y aterrizamos, junto a ella, en lo pequeño
de un objeto o nos decidimos a escalar una montaña de arena. Por eso, Nací en verano es un libro luminoso,
esperanzador, que avanza con tanta velocidad que nos impulsa al movimiento,
incluso en la quietud de la observación.
Así,
por ejemplo, en “Trampolín”:
“Detenida,
puedo ver hasta el aire
sobre mi piel
como lo hondo de una tormenta
que enciende el cielo
o la estela
del salto de un avión”
El
yo poético indaga en su memoria y en la de sus seres amados para reconstruir,
poema a poema, la longitud de una historia –la pérdida de su madre– que no es
solamente esa historia, sino todo lo que sucedió antes y después (la mudanza,
el amor, la amistad). Erige un muestrario de momentos que, mágicamente, reponen
lo que falta, como si el lenguaje pudiera retornar lo que ya no está.
Así,
en “Nacimiento:
“Le pregunté a la abuela
por el día de mi nacimiento.
¿Qué hacías cuando tu hija
se convertía en madre?”
Cada
poema genera una empatía mayor con el yo poético y eso ocurre porque lo anecdótico
de estas pequeñas narraciones –construidas como poemas– trasciende esa esfera y
nos dice que más allá de los pormenores específicos de los sucesos evocados,
hay un sentimiento común, compartido, que en eso somos iguales. Lo dice sin
decirlo, a la manera de Lispector, y en el reino de lo no dicho, la
contundencia es absoluta. Como sostenía Tristan Tzara, “La grandeza de la
poesía reside en su universalidad. El poeta es grande en la medida en que el
universo que lleva en sí desborda los marcos de su persona para integrarse en
el mundo viviente. Él otorga a este mundo un nuevo aspecto, que, aunque
conforme a su visión, responde sin embargo a una imagen común a todos (…)”[6].
Así,
en “Casas”:
“Qué dirías mamá
si supieras que
ya no tomo más café
ni como más carne
que lloro cada vez menos
que nunca volví al cementerio
que vivo sola con mi gata
que sufro por amor
que no estás para escuchar
que creo haber olvidado
tus olores
que solo queda esa
permanencia
sutil
en los objetos”
El
yo poético no le teme a los lugares comunes ni elude la simpleza de las voces
familiares[7].
Cuenta una historia de provincia, de conversaciones íntimas, barriales, que se
detienen en llamados a la hora de la siesta, de modistas que hicieron el
vestido de comunión, de nísperos en la trama del camino, de aviones que
despegan, pero no lo hace para dar rodeos ni para protegerse, sino que cada
poema es un pequeño relato –como bien dice Osvaldo Bossi en la introducción–
que se apuntala sobre lo que verdaderamente se quiere decir.
Así,
en “Papá”:
“No sabíamos que con los años
íbamos a vernos cada vez menos.
No sabíamos que ibas a manejar
el auto a la casa
velatoria
la mañana en que mamá murió”
La
carga emotiva que afluye a los poemas de Nací
en verano no permite una lectura gratuita o despreocupada. Si bien es un
libro luminoso y esperanzador (quizá el arte existe porque existe la
esperanza), el lector no puede más que sucumbir ante la universalidad del sentimiento
que nos hermana en este libro. En tal sentido, el título se vuelve fundamental
para asir la esperanza: la autora declara nacer en verano como se declaran las
cosas importantes, y no lo hace en balde. El verano, en estas latitudes, es el
momento de las celebraciones, del final de un año, del comienzo de otro. Es
momento de expectativas.
Así,
en “Caminata”:
“El sol estalla en el
suelo.
Es el primer día del verano
y esa es nuestra única certeza”
Quizá
la poesía, a fin de cuentas, es un instrumento –íntimo e indócil– para soportar
el invierno.
Facundo D'Onofrio
Facundo D'Onofrio
[1] OLDS,
S., “Las formas” en Los muertos y los
vivos, (1983), Bartleby Editores, Madrid, 2006. En el original: “I always had the feeling my
mother would / die for us, jump into a fire / to pull us out, her hair burning
like / a halo, jump into water, her white / body going down and turning slowly,
/ the astronaut whose hose is cut / falling / into / blackness (…)”
[2] Ver
AMÍCOLA, J., “Autoficción, una polémica literaria vista desde las márgenes
(Borges, Gombrowicz, Copi, Aira), en cita online: “olivar v.9 n.12 La Plata
Jul./dic. 2008”, Universidad Nacional de La Plata. Facultad de Humanidades y
Ciencias de la Educación. Centro de Teoría y Crítica Literaria.
[3] Ver
FAIX, D., “La autoficción como teoría y su uso práctico en la enseñanza
universitaria de la literatura”, Universidad Eötvös Loránd (ELTE) de Budapest,
Hungría, en cita online: http://cvc.cervantes.es/ensenanza/biblioteca_ele/publicaciones_centros/PDF/budapest_2013/14_faix.pdf
[4] La lista
es amplia y no pueden omitirse, al pensar estas cuestiones, los siete tomos de À la recherche du temps perdu, de
Proust.
[5] Romero,
N., Nací en verano, Ed. El ojo del
mármol, Bs. As., 2014
[6] TZARA,
T., Introducción a Poèmes de Nazim
Hikmet, París, 1951, citado por DE CASASBELLAS, R., “César Vallejo, poeta de América” (1958) en VALLEJO,
C., Poemas, Antología y notas por
Ramiro de Casasbellas, Editorial Perrot, Colección Nuevo Mundo, Bs. As., 1958.
[7] Esta
intrepidez ya era observable en el poemario Elijo
del año 2010. Así: “En el limbo. Desde una playa, / en la raya de tus
párpados. Yo. / Como si por primera vez me vieras. / Sonándome la nariz.
Haciendo miguitas.” (Romero, N., Elijo, Ediciones
La parte maldita, pág. 19, Buenos Aires, 2010). Así también: “Compré macetas
les puse verde. / Riego las tres plantas de hojas verdes de mi ventana. / Las
hojas. Migas entre tus pantalones. Pueriles vendas. / Esas que caen de mí.
Estériles.” (Íbid., pág. 21).
No hay comentarios.:
Publicar un comentario