El
libro de Manuel
Sobre
la poética de Manuel Sánchez Ruiz
“ –¿Cúanto tiempo hace
de su última confesión, hijo mío?
–Mucho tiempo, padre.”[1]
“Yo he sido ya,
anteriormente,
muchacho y muchacha,
arbusto, pájaro
y un pez mudo en el
mar”[2]
Introducción
Bildungsroman[3]
es el término alemán que designa a la novela de formación o aprendizaje. Así llamaron
a aquel género literario que refleja el desarrollo de un personaje desde la
infancia hacia su madurez. Es Dilthey quien lo utiliza para referirse a una
serie de novelas, entre ellas a Los años
de aprendizaje de Wilhelm Meister[4]
de Goethe y considera que presentan ciertos rasgos característicos. A saber: un
personaje joven, generalmente varón (producto, a su entender, de la
imposibilidad de la mujer de acumular las experiencias vitales del varón de
entonces, por su distinta libertad); un protagonista que se deja marcar por los
acontecimientos del mundo y aprende de ellos; y un final que, sino feliz, al
menos no supone para el protagonista daños terminales o irreparables.[5]
Ejemplos
más cercanos –y a la vez más laxos, puesto que no cumplen con todas las
características que puristas pretenden– de este género pueden encontrarse en
textos como Retrato del artista
adolescente o El guardián entre el
centeno.
A
primera mirada, parecería imposible considerar a un poemario susceptible de
algún tipo de analogía o conexión con una novela de formación o aprendizaje.
Quizás sea cierto. Más aún si dichos poemas están muy lejos de pretenderse
narrativos o de contar una historia. Sin embargo, Todos los ríos[6],
primer poemario de Manuel Sánchez Ruiz, es un libro de aprendizaje. En él aparece
un yo lírico joven, que madura, que se involucra por primeras veces con los
frutos que el mundo tiene para darle, que se enamora, se sorprende y se ciñe
bajo el signo inequívoco de quien cumple con su deseo, por un lado, pero siente
el dedo índice de la culpa, por otro.
La
construcción del aprendizaje
A
diferencia de lo que ocurre con sus trabajos más cercanos, en los que el autor
presenta escenarios más definidos, con un lenguaje menos lírico y mayor
apelación a la anécdota (siempre trascendida por una suerte de trayectoria
zigzagueante en lo contado hasta dar con lo que verdaderamente pretende mostrar),
en Todos los ríos habita un deseo por
no decir, una suerte de cuidadoso trabajo para que la mostración sea abstracta,
para que el sentimiento se instale con nitidez pero sin que importen ni el
escenario ni los actores. Así: “la marea
/ en los párpados / qué es lo que busca / la mano / debajo de la almohada?” o
“al borde del cuerpo / un mundo y una /
mirada / insaciables. / orgasmo triste / el brillo de la carne, / arde el deseo
/ a flor de piel.”
Como
si los aprendizajes del cuerpo –propio y ajeno– estuvieran necesariamente
trazados por esa ambivalencia entre el deseo –que puede sostenerse mientras sea
soportable o concretarse en la fantasía o en el hecho– y el miedo (que también
es deseo) al castigo, el lenguaje necesita emprender un viaje, un retiro
espiritual, para distanciarse de las cosas concretas y expresar las sensaciones
que transita el yo lírico, pero despojado de cualquier índole de arraigo con
los agentes concretos. En ese arte del silencio se cuenta una doble historia
sin necesidad de ser contada: el aprendizaje sentimental que el yo lírico
transita y muestra y, en segundo lugar, algo mucho más íntimo y recóndito, tal
cosa es la exigencia muda de restringir lo que se cuenta para que la confesión
no sea entera.
En
este sentido, la dicotomía es clara: la evasión del yo lírico posibilita la
literatura. Como dice Sábato, “la literatura no es ni un pasatiempo ni una
forma de evasión, sino un modo –posiblemente el más completo y el más profundo–
de estudiar la condición humana”[7].
El aprendizaje del yo lírico que presenta Todos
los ríos parece construirse marginalmente, en la penumbra, huyendo del
posible correveidile de los ojos atentos y censores, aunque permanentemente
observado por esa mirada omnisciente impresa en la conciencia. Así: “cuando
se corta la luz / son los vivos los que se comen / a los muertos (…)” o “tus ojos llueven / y el clamor del cielo
que se apaga, / riego / el silencio” o “me
miro desde los ojos de un gato / mientras el cielo me engulle / sin saborearme.
El
yo lírico se enfrenta a su propia elección con angustia. Está inevitablemente
apenado por la inadecuación de sus elecciones con respecto a las máximas
deontológicas que lo habitan. Otra vez, como Stephen Dedalus en Retrato de un artista adolescente: “Stephen
tiene que pedir perdón. Dante dijo: –y sino vendrán las águilas y le sacarán
los ojos. ‘Le sacarán los ojos / pide
perdón, / pide perdón, / de hinojos. / Le sacarán el corazón / pide perdón, /
pide perdón’ ”.[8]
Así: “invento pasajes / para transitar mi
día (…)”o “puede uno / seguir siendo
el mismo / después del paso del tiempo / y el paso del cuerpo?”.
Al
amparo de las cosas
El
ocultamiento de la mirada humana se apoya en la hermosa complicidad del resto
de los seres y las cosas. De pronto, un animal que observa, la presencia de una
flor o la protección involuntaria de la sombra, importan una alianza
estratégica para el yo lírico arrojado a vivenciar nuevos sentimientos. En
definitiva, no es más que un intento de recuperar el amparo incondicional que alguna
vez el yo lírico niño pudo sentir. Así: “(…)
cuentos de la infancia y / las manos arrugadas de cariño / para demorar la oscuridad”.
Por alguna extraña razón, ese cuidado que de golpe se encuentra en las cosas,
parece dado por una memoria común que las hermana con los hombres, como si
nosotros hubiéramos sido ya muchachas y muchachos y también pájaros y arbustos
y sombras; y las sombras hubieran sido también arbustos y peces y pájaros y un
muchacho que crece y vive sus experiencias amorosas al amparo de lo que en ese
momento hace de sombra.
Bajo
ese escudo protector, probablemente, ocurre uno de los poemas más logrados, a
mi entender, del libro: “muda / pelvis
lunar / ilumina mi cielo / desde algún lugar / entre las manos”, donde el
lenguaje en retiro espiritual presenta una poderosa escena, pletórica de
carnalidad, pero dicha desde ese extravagante lugar elegido, donde la mera
sugerencia es la más intensa interpelación al lector y a su condición humana.
Todos
los ríos es un libro inaugural y presenta un excelente
augurio para la poética del autor, sea que el recorrido de su obra se
fundamente en esa dirección, sea que todo lo próximo se constituya como
diferencia de ese primer eslabón.
Facundo D'Onofrio.
[1] JOYCE,
J. Retrato del artista adolescente,
(1916), Ediciones Orbis, Buenos Aires, 1983.
[2]
EMPÉDOCLES, Las purificaciones, frag. 17, trad. propia.
[3] Término
acuñado por el filólogo Johann Karl Simon Morgenstern hacia 1803 (fuentes menos
precisas indican que lo acuña en 1819).
[4]
Publicada en 1795/96. Corpus completado por Los
años de peregrinaje de Wilhelm Meister y precedida por La misión teatral de Wilhelm Meister, una novela inconclusa que
constituye la primera versión de la referida.
[5] LÓPEZ
GALLEGO, M., “Bildungsroman. Historias para crecer”, Tejuelo, nº 18, 2013.
[6] SÁNCHEZ
RUIZ, M., Todos los ríos, Grupo de
escritores argentinos, Buenos Aires, 2013.
[7] SÁBATO,
E., El escritor y sus fantasmas, Seix
Barral, Bs. As., 2006.
[8] op. cit.
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