Un margen de indefinición
Sobre la poética de Lucas Soares
No vayas a mostrar
todos los aspectos de las cosas
reserva para ti
un margen
de indefinición.[1]
Introducción
Sostiene Freud
en el prefacio a la primera edición de La
interpretación de los sueños que “la comunicación de mis propios sueños
implicaba inevitablemente someter las intimidades de mi propia vida psíquica a
miradas extrañas, en medida mayor de la que podía serme grata y de la que, en
general, concierne a un autor que no es poeta, sino hombre de ciencia”.[2]
Lucas Soares está
investido por ambas cualidades: metódico y analítico como hombre académico, se
permite la abundante impudicia de la poesía. Con valentía, no duda en desplegar
en sus textos una delicada yuxtaposición entre citas e intertextualidades de
procedencia libresca; giros y recursos líricos, y, a su vez, un registro amplio
y amable que incorpora el remanente del lenguaje.
Podría
pensárselo –a mi criterio, erróneamente– como un autor que se mantiene al
margen de la discusión entre el pensar académico y el sentir popular –como
categorías rígidas e inconciliables–; sin embargo, Soares va más allá y la
trasciende. Genera una síntesis que conserva lo negado por cada posición, y
así, no sólo impurifica los discursos sino que se constituye como amalgama
superadora.
I.
El río ebrio: la
adulteración del río de Heráclito
La enfermedad
del padre no es grave: pero el padre está como fuera del mundo, abandonado a
una especie de misteriosa haraganería: convertido en niño por la enfermedad y
el dolor, que en algunos momentos es insoportable y en otros cede. En todo
caso, una obstinación oscura e invariable lo domina, casi a pesar de él mismo,
en los ojos que buscan: el deseo de salvarse.[3]
Si bien Soares
ya se preguntaba por las vinculaciones entre filosofía y literatura (directa o
lateralmente), y escribía al respecto[4],
se arrojó a la palestra poética en el año 2005 con El río ebrio.[5] Parecería
que la clausura simbólica de la muerte del padre lo inaugura como poeta.
En El río ebrio, los poemas narran una
historia: la muerte del padre y sus consecuencias. No son, sin embargo, poemas
narrativos. La historia se hace presente en el incesante camino de las
secuencias que fluyen con el río. Aunque detener la corriente no es posible, y
lo que allí cae pasa y se pierde, en El
río ebrio hay una permanente reiteración de conceptos, a través de pequeñas
–y determinantes– variaciones de la imagen presentada en cada poema, que demora
un poco esa pérdida. No se trata de un mero recurso formal sino que hace al
fondo: subvierte la idea del río como constante devenir e intenta reiterar, al
menos por un instante, los momentos que indefectiblemente se irán con la
corriente. Es entonces en la ebriedad del río donde radica la clave del libro:
un río que, corrido de su propia naturaleza efímera, por obra y gracia de una
borrachera existencial, se reitera en meandros obsesivos que repiten el
recorrido de su cauce, lo demoran, y obligan a las aguas a pasar una y otra vez
por el mismo lugar.
Habría una
adulteración del río de Heráclito. En este sentido, el recurso de la
reiteración –que no se da solamente en la lógica de cada poema (entendido como
fragmento) sino entre poemas (es decir, entre fragmentos)–, nos brinda una
interesante posibilidad de comparación con el estilo del filósofo presocrático.
Charles Kahn sostiene que el estilo oracular de Heráclito posee, como una de
sus dos características fundamentales, la “resonancia” entre fragmentos; es
decir, una relación entre fragmentos por la cual un único tema o imagen
verbales se repite de un texto a otro, de modo tal que el significado de uno se
enriquece cuando se los entiende conjuntamente.[6]
En Soares, cada
reiteración resignifica el fragmento (poema) anterior y le otorga al lector la
posibilidad de apropiarse de la imagen y empatizar con dicha representación y el
afecto que acarrea. Durante el breve instante en que se torna posible asir la
imagen, y observarla como a una fotografía que inmoviliza el devenir, el lector
tiene tiempo para posicionarse frente a ese sentimiento. Entonces, aunque todo
vaya a perderse fatalmente en la corriente, aún queda la esperanza de que las
aguas del río ebrio vuelvan a pasar por allí en un próximo poema (fragmento). Así:
Donde
hoy perdí / tu reloj / después de darlo vuelta / para escuchar / los tics / de
tu dolor / que llevaba / sin darme cuenta / cuando las agujas / de este olvido
/ me marcaron / la hora / en que perdí / tu reloj.
Se articulan
tres sentimientos: el que propone la imagen, la esperanza de conservarla y el definitivo
fracaso. En este último habita la mayor belleza de los poemas: el hecho de que
el intento de adulterar la naturaleza del río finalmente fracasa y expone la
imposibilidad que tiene el lenguaje para recuperar aquello que se dice. Esa
imposibilidad última de detener la corriente, de sostener la vida, es la del
lenguaje para decir realmente las cosas.
Por otra parte,
toda la carga teórica que se vislumbra en el libro convive –como conviven los
peces con las piedras y la mugre en un río– con lo banal, insistente y
burocrático de una muerte:
El
reflejo de la muerte / en la escalera / de un velatorio / y el sueño mecánico
de tu rostro / de tu hablar y de tu caminar / detenido / donde me veo /
caminando.
Se observa, ya
en este libro inaugural, un ir y venir entre la abstracción de los pensamientos
y la testarudez de los hechos, que se manifiesta también en un movimiento
pendular entre registros, lo que proyecta una poética anfibia que hace tanto de
lo lírico como de lo coloquial su hábitat natural.
II.
Mudanza y Roña: el cambio y el lenguaje
Como que todo
lo de la tierra
es imitable
su trazo, personal e impersonal
parte de que todo
En Mudanza,[8] el autor se aleja de la ambivalencia de
registros y parte de uno más directo para proponer un universo preadolescente
de mudanzas (físico-espaciales en paralelo con las afectivas), reconstruidas a
partir del íntimo soliloquio del yo lírico en el acontecer de los sucesos
cotidianos. Aparece en este libro una voz con un gran deseo de nombrar y de
ordenar, a la manera de los antiguos, las cosas que suceden. Es un yo poético
que observa su situación y “las huellas que sobre la realidad fue dejando el
paso del tiempo”.[9]
La realidad cambia, es mutable, y parece que el yo lírico aprende que solo
puede sostenerse en la mutabilidad a partir de sí mismo y del lenguaje.
Aparece,
también, la pregunta. La utilización del lenguaje poético como un modo de
exponer la falta de certezas. Pizarnik dice, en una reseña a El ojo de Alberto Girri, que este poeta
pregunta mucho desde sus poemas: “Está bien que así sea. No es cierto que la
poesía responda a los enigmas. Pero formularlos desde el poema es develarlos,
es revelarlos. Sólo de esta manera, el preguntar poético puede volverse
respuesta, si nos arriesgamos a que la respuesta sea una pregunta”.[10] Así:
El
eco de esa pregunta del tao / que tanto te gustaba escuchar / ¿cómo sabré la
manera / de mirar por el mundo? / De aquí / desde una cama cucheta.
En un momento en
que todo cambia (pensemos en un preadolescente que se muda a una nueva casa y a
un nuevo cuerpo casi a diario), la poesía es la tierra menos pantanosa. El yo
lírico está y no está en cada momento que expone. Y es sólo cuando se aleja,
cuando se abstrae, cuando se ensimisma en el lenguaje, que logra calmarse. Frente
a la inconstancia de la realidad, hay algo que le pertenece y le permite
pensarse auténtico frente a ese modo inauténtico de estar: el lenguaje poético.
Este libro
perfectamente podría haber tenido de epígrafe la tan citada frase de Heidegger:
“El lenguaje es la casa del ser. En su morada habita el hombre. Los pensadores
y poetas son los guardianes de esa morada”.[11]
La búsqueda de
autenticidad en medio de lo mutable se logra a través de la poesía, abriendo la
existencia a lo originario. Dice Ferrater Mora: “Frente (al) modo inauténtico,
la autenticidad parece consistir no en el habla, ni siquiera en ningún
lenguaje, sino en el ‘silencio’, en el llamado de la conciencia. Pero este modo
existenciario de considerar el lenguaje en Heidegger se transforma en un modo
propiamente ontológico cuando el lenguaje es visto como el hablar mismo del
ser. El lenguaje como un ‘poetizar primero’ es el modo como puede efectuarse la
‘irrupción del ser’”.[12]
Detrás de esta
voz mucho más coloquial, y de los ámbitos más cotidianos a los que hace
referencia, es posible observar las indagaciones de carácter filosófico veladas
o recubiertas por el mayor espesor que adquiere en el libro ese registro
amable.
En Roña[13] se sostiene, en menor medida, esa
indagación interior, y también la fuerte impronta de la experiencia personal,
de un modo cada vez más accesible y menos solapado. Dice el checo Jan Mukařovský:
Nos encontramos en una situación
realmente paradójica. El crítico, apenas se pone a meditar seriamente acerca de
una obra, intenta averiguar hasta qué punto el artista describe en ella sus
vivencias, expresa su personalidad, revela su ‘privatissimo’ psíquico. El
artista, cuando se le hace una pregunta referente a su obra, se siente obligado
a hablar de los elementos subconscientes de su creación, sobre su vida
sentimental, etcétera, confiando absolutamente en el valor de la personalidad y
el alcance general de cada estremecimiento más mínimo de la misma.[14]
La peculiaridad
de Roña se halla en constituirse como
el punto más ligado a lo popular (situación explicitada desde el mismísimo epígrafe
de Alberto Migré) en las oscilaciones voluntarias del autor. Quizá en ser,
también, una escritura liberadora. Este libro, visto a la luz de toda la obra
del autor, puede considerarse apropiado para la discusión acerca de si el
impacto de la imagen poética es menor o no cuando la distancia entre ella y el
tipo de registro utilizado aumenta, producto de su propia complejidad.
Discusión que, una vez más, Soares trasciende y supera, mostrando con destreza
que el uso auténtico y hábil de cualquier tipo de registro –incluso su más
intrépida combinación– puede resultar en una obra poética.
III.
El sueño de las
puertas y
El sueño de ellas: el recorrido de lo
onírico
En El sueño de las puertas[15] del 2006 (libro anterior a Mudanza y Roña), el autor se inmiscuye en una temática de extenso recorrido
literario: los sueños. Como contracara de Roña,
El sueño de las puertas es el libro
más críptico y litúrgico del autor.
Se estructura a
partir de dos epígrafes de la Odisea y
de la Eneida que refieren a la
existencia de dos puertas que rigen el sueño: la puerta de marfil y la puerta
de cuerno, siendo la primera aquella a través de la cual transitan, en palabras
de Penélope “los (sueños) que engañan portando palabras irrealizables”, y la
segunda aquella a través de la cual transitan “los que anuncian cosas
verdaderas cuando llega a verlos uno de los mortales”.
Escrito en una
prosa poética, el libro propone el recorrido de un sujeto total a través de
extrañas imágenes y lagunas oníricas que generan una atmósfera de laberinto
mitológico. En él pueden encontrarse cosas ciertas y cosas inciertas, algunas
desvirtuadas metafórica y metonímicamente, otras que de verosímil sólo tienen
el semblante. Como Penélope, el autor teje un espeso entramado de confusión
entre lo real y lo aparente, la realidad onírica y la (ir)realidad de la
vigilia. Es interesante cuanto menos postular la relación que guarda, a su vez,
con las dos vías –¿o tres?– propuestas por la diosa en el poema de Parménides.
Es un libro
inquietante (no en balde Diana Bellessi lo define en la contratapa como un
“libro extraño”) y polimorfo que dialoga perfectamente con las delicadas
intromisiones que la literatura ha tenido con ese “orbe intemporal que no se
nombra”, del que Borges regresaba con “hierbas de sencilla botánica / animales
algo diversos / diálogos con los muertos / rostros que realmente son máscaras,
/ palabras de lenguajes muy antiguos / y a veces un horror incomparable / al
que nos puede dar el día.”
Finalmente, el
autor presenta, en el año 2014, El sueño
de ellas.[16]
En este libro, se reitera en la temática del sueño pero con un trabajo
diferente: el tejido onírico ahora tiene tres sujetos definidos: Noe, Pola y
Li. Elige, a diferencia de en El sueño de
las puertas, una estructura menos prosaica, ya que la poesía, en palabras
del propio autor a Mariana Kozodij, “se adapta mejor que la prosa a la
extrañeza y a las lagunas inherentes a los sueños, porque la poesía es –entre
sus múltiple e imposibles definiciones– un arte de la elipsis y de los espacios
en blanco”. Lo inquietante ahora es la aparición oscilante de una cuarta voz
–una suerte de narrador– que observa los sueños y pensamientos de las tres
mujeres y construye un mundo onírico-poético entre ellos. Hilvana los tópicos
insinuados por cada una de las tres diferentes voces y pergeña una ligazón. No
importa cuánto hay de sueño o de pensamiento despierto en el divague de las
voces (al fin de cuentas, como diría Macedonio Fernández, “no toda es vigilia
la de los ojos abiertos”) sino que la presentación de las imágenes –como si
fueran pequeñas anotaciones intervenidas– arma el bloque onírico-poético que
instrumenta el libro. Así, las diferencias entre Noe (“Noe escribe de manera compulsiva / para que le duela menos la única /
imagen que conserva de su padre: de niña / bailando Queen para él”), Pola
(“Como ese aleteo fuerte / que hacen las
gaviotas / para después planear / sin resistencia por el aire / así le gustaría
a Pola / hendir su mundo privado”) y Li (“Fiesta en un gran salón / evidentemente yo era lesbiana / porque de a
una se me empezaban a acercar / mujeres de todas las edades / que me llevaban
de la mano a un cuarto / hasta que ya nadie sabía / lo que podía un cuerpo”)
son igualadas por una invulnerable similitud: todas sueñan.
La poesía de
Soares, por cualquiera de sus vías, llega al mismo destino: una delicada
mostración del universo humano.
Facundo D'Onofrio.
[1]
GODARD, J-L., Historia(s) del cine, Buenos
Aires, Caja Negra, 2014, pág. 69.
[2]
FREUD, S., La interpretación de los
sueños (Die traumdeutung) [1900], en Obras
Completas, Buenos Aires, Siglo Veintiuno editores, 2012, tomo I, pág. 343.
[3]
PASOLINI, P.P., Teorema, “¿Puede un
padre ser mortal?”, trad. de Enrique Pezzoni, Buenos Aires, Sudamericana, 1970.
[4]
Ver Soares, L., Anaximandro y la
tragedia. La proyección de su filosofía en la Antígona de Sófocles, Buenos Aires, Biblos, 2002.
[5]
Soares, L., El río ebrio, Buenos
Aires, Paradiso, 2005.
[6] Ver KAHN, C., “On Reading
Heraclitus”, en The art and thought of
Heraclitus, an edition of the fragments with translation and commentary,
Cambridge, Cambridge University Press, 1979.
[7]
GIRRI, A., “Hokusai”, en 200 años de
poesía argentina, Buenos Aires, Alfaguara, 2010. Poema originalmente
publicado en Homenaje a W. C. Williams,
1981.
[8]
SOARES, L., Mudanza, Buenos Aires, Paradiso,
2009.
[9]
BOSSI, O., “Episodios de una vida lejana”, Hablar
de poesía, nº 21, mayo 2010, pág. 285.
[10]
PIZARNIK, A., “Alberto Girri: El ojo”, Sur, nº 291, 1964, pág. 87.
[11]
HEIDEGGER, M., Carta sobre el humanismo,
Madrid, Alianza, 2000.
[12]
FERRATER MORA, J., “Lenguaje”, en Diccionario
de filosofía, Barcelona, Ariel, 2004.
[13]
SOARES, L., Roña, Bahía Blanca, Vox, 2013.
[14]
MUKAŘOVSKÝ, J., “La personalidad del artista” (conf. en Mánes, 1944), en Escritos de estética y semiótica del arte,
Barcelona, 1977.
[15]
SOARES, L., El sueño de las puertas, Alción,
Córdoba, 2006
[16]
SOARES, L., El sueño de ellas, Buenos
Aires, Bajo la luna, 2014.
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